EL JUICIO

El hospital se encuentra en muy mal estado. Después del intenso bombardeo alemán, es un edificio semidestruido que se mantiene por milagro en medio de otros, que yacen desparramados por el piso, como si un niño gigante jugase con ellos y luego olvidase volver a armarlos. Tú estás acostado sobre una cama limpia, cubierto por sábanas blancas. Tu cara es el reflejo mismo del cansancio. Pero luces mejor que la última vez que te vi. La enfermera me dijo que esta tarde te trasladarían a otra ciudad. Supongo que es lo mejor. Ellos saben que hacer. Sin embargo, en este momento necesito una palabra de apoyo. Una palabra que tan sólo tú me puedes proporcionar. Xillen ahora es imparcial. Es intocable e inaccesible. Más estás con los ojos cerrados, soñando con sólo Dios sabe qué cosas y es un sueño tranquilo, reparador. Y aquí me encuentro, sentado frente a ti, queriendo comunicarte mi resolución respecto a Heitter y sin pronunciar una palabra, por que sé que no me escucharás.

Miro con mayor atención lo que me rodea y en mi cabeza se recrea la escena del castillo, después de la primera batalla. Muchas mujeres revoloteando entre hombres heridos y agonizantes. A pesar de avanzar mil años en la historia, todo es igual. El hombre sigue siendo el mismo hombre: siente igual, se comporta igual y piensa igual. Sonrío con amargura, comparando el momento actual con lo que vivimos y no veo diferencia alguna. Siempre es lo mismo, nada cambia.  A pesar de que nos calificamos de superiores a nuestros antepasados, a pesar del orgullo de nuestra supuesta “evolución”, seguimos comportándonos igual como el primero de los cavernícolas.

No, nosotros no avanzamos. No adelantamos a nuestro antecesor, el simio, sino por unos pocos metros en la cadena evolutiva.

¿O retrocedido?

Más no quiero pensar en ello. No quiero pensar en nada. Quiero pensar en Heitter, en el destino oculto que se encuentra en el futuro. En la posibilidad cercana del fin a este sufrimiento.

A todo este juego...

Aprendí mucho durante el tiempo que he combatido en este mundo. Demasiado, diría yo. Llegué a una conclusión, y es que la recompensa que recibimos como guardianes, es la peor forma de castigo que existe. Sé que en nuestro mundo, la gente mataría por conseguir el conocimiento que tú, yo y... Heitter... - sí, también incluyamos a Heitter en este grupo – adquirimos. Y sin embargo el exceso de conocimiento es insoportable. Saber de antemano el resultado de un paso y saber que es imposible evitarlo, por que el que lo comete no te va a escuchar por la misma naturaleza del hombre.

Estamos encerrados en un círculo vicioso donde lo único que evoluciona y cambia es la tecnología. Lo demás, la regla primordial de nuestra vida, sigue igual. Matar para sobrevivir, independientemente del campo al que se aplique esta conclusión. Ya sea por comida, ya sea por tierra, ya sea por fe...

Si hasta por una cualidad como es el amor, el hombre mata. Me aterra pensar en ello. Quizás esté equivocado y llegué a esta conclusión gracias a las penalidades sobrellevadas. Más mi experiencia me empuja a pensar así. No sé si tú, después de recibir estas heridas, de vivir alimentándote de odio, de sufrir por miles de años, aprendiste algo. Me gustaría escuchar tu voz en este momento, una palabra de alivio, un consejo, algo... Pero estás sumido en la inconsciencia, navegando sin rumbo en algún lugar de la mente, tal vez necesitando el mismo consuelo que yo...

Pregunto a una de las enfermeras si Xillen ha venido a visitarte. Me responde que no. Aunque ello me entristece un poco, no me extraña. De nuevo se refugió en su niebla de imparcial, aunque muy dentro de mí, siento que nuestros nombres permanecerán en su corazón por mucho, mucho tiempo después de que nos vayamos para siempre a un merecido descanso.

Me levanto con lentitud y te miro por una última vez. Después, doy la vuelta y salgo. El frío me envuelve de inmediato, como un manto pullante. La respiración se corta de momento y siento los pulmones arder con las primeras bocanadas de aire que aspiro. Camino de regreso al carro, donde mi ordenanza espera con impaciencia. Hacía rato deberíamos regresar al frente. El último ataque está planeado para mañana y tengo que revisar por última vez las disposiciones de nuestras tropas antes del combate.

Monto en el carro y el chofer arranca y avanza por una carretera llena de cráteres, producto del bombardeo. Pasamos de largo por un campo y recuerdo con dolor que era el campo de prisioneros. No estuve ahí, pero lo que me contaron los que entraron, erizaba los pelos a cualquiera. Los mismos alemanes pasaban hambre y los prisioneros estaban condenados a una muerte por inanición. Los cadáveres eran innumerables y para entrar en el campo, había que, literalmente, caminar sobre ellos.

Estaban tirados en la tierra, congelados hasta el punto de no poderlos mover. Los pocos sobrevivientes parecían esqueléticos reflejos de lo que debía aparentar un ser humano. Cubiertos de piojos, pulgas, llagas e innumerables heridas que en muchos casos todavía supuraban. La mayoría estaba tan debilitada que no lograba articular palabra, otros deliraban constantemente. Muchos de los rescatados morían en manos de las enfermeras, quienes inútilmente, bañando en lágrimas a los cadáveres vivientes, trataban de alimentarlos y limpiarlos.

Las epidemias no se hicieron esperar y ya teníamos considerables bajas tan sólo por el tifus. La mayoría de las bajas fueron entre el cuerpo médico y esas mismas enfermeras que con esmero, amor y compasión auxiliaban a los rescatados, morían días más tarde, acompañando en un viaje sin regreso a aquellos que trataron de socorrer.

Era una prueba impresionante y enloquecería a una persona de mente débil. Más en esta guerra, todo y todos estaban envueltos en la coraza del odio, la venganza, el deber, la amistad y el amor.  Y mientras avanzo a enfrentarme con mi destino, pienso cómo se complementan, después de todo, esos sentimientos y cómo son los sentimientos que a la larga definen el curso de la historia y la vida de miles de personas.

La verdad de la vida, como la entiendo ahora, radica en los impulsos básicos que residen en algún recóndido lugar de nuestra mente.

Miro a lo lejos la nube de constante humo negro que se eleva sobre la ciudad y no encuentro la forma para explicar el coraje y férrea fuerza de voluntad de los hombres que la defendieron durante meses, contando con muy poco apoyo y que además tuvieron la fuerza suficiente como para contener el avance alemán y luchar cuerpo a cuerpo en las calles de una ciudad semidestruida. Hombres que decidieron entregar su propia vida y no dar un sólo paso atrás, con las posibilidades en contra.

Imagino esto y en mi mente se forma la imagen de los combates que sostuvimos tiempos atrás. Combates que ganamos en contra de todas las expectativas. Combates que ni siquiera imaginé ganar. Y en los momentos cuando me veía perdido y cuando estaba seguro de que la muerte vendría como una sombra acogedora y me libraría de los pesares; el coraje y, en algunas ocasiones, la locura que se apoderaba de nosotros, nos hacía ganar. Quizás por que nunca perdimos la fe, quizás por que nunca consideramos siquiera la posibilidad de rendirnos, quizás por que queríamos luchar hasta el último aliento sin pensar en la posibilidad de retirarnos o huir, como lo hizo Heitter...

Cuando pienso en esto, me pierdo entre las posibilidades y las razones por las que sobrevivimos...

Incluyendo a Heitter...

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