III

El pueblo. El viejo pueblo, con sus personajes desconocidos, llevando su vida cotidiana, aún después de conocer la derrota de los ejércitos enemigos, del sacrificio de JJ y de la herida de Miguel. No hubo reconocimiento, ni siquiera una recepción. Llegamos como desconocidos que nunca pasaron por ese lugar, llevando, en una camilla cubierta, a Miguel. Xillen nos facilitó el camino. Dijo que sujetáramos la camilla y cerráramos los ojos. Enseguida, dijo que los abriéramos y aparecimos a la entrada del pueblo. Nos aclaró que era la primera y última vez que hacía semejante truco para nosotros. Sus habilidades, poderes y posibilidades como imparcial, eran revocados con este último acto.


 

Pasó un tiempo mientras la herida de Miguel sanaba. Al principio, Andrés y yo moríamos de aburrimiento, pero al cabo de una semana, decidimos entrenar en el manejo de la espada. Un viejo del pueblo nos enseñó a manejar el arma con ambas manos. Al cabo de algún tiempo, realizábamos fintas que nunca pensamos que existieran. El movimiento que más trabajo me costó aprender, era cambiar de mano la espada, en medio de un ataque, con la velocidad de un relámpago, para desconcertar al adversario y así ganar preciados segundos, para derrotarlo.

Pero el tiempo pasaba y el manejo de las armas ya no nos interesaba. Para no dejar que Miguel se muriera de aburrimiento, todos los días nos reuníamos al lado de su cama y jugábamos Dungeons. Claro que ahora el juego no era esencialmente fantasía. Teníamos en cuenta la experiencia de la batalla pasada y practicábamos estrategias en diferentes campos, con variedades de ejércitos y armas. Recordábamos nuestras pobres clases de historia del colegio, y las poníamos en práctica, teniendo en cuenta los errores cometidos por grandes generales de la historia y aprendiendo de los diferentes actos heroicos de los mártires. Pero la única fuente de información era nuestra memoria.

Un día, cuando Miguel ya se levantaba de la cama, sus heridas sanaban, dejando una fea cicatriz, y nuestras esperanzas de regresar eran más fuertes que nunca, Xillen apareció en la habitación. Su cara reflejaba gravedad y comprendimos que esta no era una visita cualquiera. El silencio dominaba la situación, mientras ella tomaba asiento. Nosotros, seguimos su ejemplo y nos sentamos al frente. Nos miró por unos instantes. Parecía estudiar nuestras caras una por una, grabándose en su memoria las facciones.

— Esta tarde regresarán. — Anunció, sin preámbulos.

Aunque la noticia era digna de celebrarse, nuestros corazones se sentían oprimidos por algo. Tal vez era el mismo reflejo de la cara de Xillen, que mostraba preocupación. Sus ojos, penetraban los nuestros, con el calor de un bloque de hielo.

— Hay algo más, ¿verdad? — Inquirió Andrés, sin mucho entusiasmo.

— Sí.

El silencio siguió a esa respuesta, por largo rato. No queríamos indagar lo que era, por que sentíamos que no era bueno y ella no quería decirlo así como así.

— Ustedes regresarán algunos minutos después de que se fueron. — Comenzó ella la explicación, pero me daba cuenta que no tocaba el tema principal. Hasta ahora, preparaba el terreno, para dejar caer la noticia sobre nosotros, de un golpe. — Es decir, el tiempo transcurrido aquí, se refleja en su existencia real en minutos. Más el conocimiento adquirido aquí, permanecerá con ustedes durante el resto de su vida material. — Nos miró con sus ojos, cargados de tristeza. — Salgan de la casa de JJ inmediatamente. El cuerpo que van a encontrar ahí, no es su amigo. Su amigo ha muerto y lo que se encuentra en la tierra, es sólo el envase que contenía esa preciada alma. Vayan a sus hogares y no le digan nada a nadie. Esperen a que les llegue la noticia de su muerte. No se asombren cuando el veredicto diga que fue por combustión interna. Recuerden que lo que se quemó fue el alma y no el cuerpo.

Asentimos con gravedad. Nos sentíamos abatidos. Sabíamos de la muerte de nuestro amigo, pero tendríamos que aparentar que nada sucedió, mientras que se descubría el cuerpo y luego, poner cara de idiotas y preguntar por lo que ocurrió, cuando nos dijeran que fue una muerte extraña.

Combustión interna.

¡No era justo! Sacrificó su vida para salvar el pellejo de los habitantes del planeta. Deberían erguirle un monumento, declararlo héroe, nombrar un día en su honor, una ciudad, un país entero. En cambio, sería sepultado en el anonimato. Como cualquier pelado de veinte años, muerto por sobredosis o en una pelea callejera. Quizás, ese era el destino los mártires. Muy pocos ocupaban el pedestal que les correspondía, poco tiempo después de su heroica acción. La inmensa mayoría, jamás era reconocida por la historia.

¡No era justo!

— Ahora, quiero que entiendan algo, — Xillen no nos miraba, mientras hablaba. Miraba el techo, la pared, cualquier otra cosa, menos nuestros ojos. — El campo de batalla es aquí. Única y exclusivamente en este lugar. Es posible que en la Tierra se encuentren con Heitter. Por más sentimientos encontrados que guarden sus corazones, — cuando dijo estas palabras, miró directamente a Miguel, — no deben combatir ahí. Por más que él los incite a ello, deben controlarse. Digo que deben, porque me es imposible impedir que peleen, pero recuerden esto, si pelean en la Tierra, perderán la siguiente batalla, sin comenzarla.

— Lo dices porque estás segura de que Heitter estará ahí. — Miguel no lo preguntó, sino afirmó. Xillen no respondió. — Puedo leerlo en tus ojos, Xillen. No tienes que responder. Pero tampoco yo te prometo que estará bien. No sé cual sea mi reacción al ver a Heitter y lo digo también por el resto de nosotros. Te puedo pedir esto: ruega por nosotros.

Miguel se levantó y salió de la casa. Andrés miró a Xillen por un rato, como si quisiera despedirse, pero ninguna palabra salió de su boca y también salió, siguiendo a Miguel. La miré a los ojos y, para mi sorpresa, pregunté:

— Me puedes decir ¿qué demonios me pasó? — Ella me miró sorprendida. — Quiero decir, — aclaré, — ¿por qué caminé durante dos días? Todo el mundo llegó en un abrir y cerrar de ojos, mientras que yo, tuve que caminar por un bosque, totalmente perdido, sin comer y peor, sin saber a dónde dirigirme.

Xillen me miraba y de pronto estalló en una sonora carcajada. La acompañé, de buena gana. Al fin y al cabo, la risa era el remedio infalible para dispersar el pesado ambiente que nos rodeaba, consecuencia de la conversación, sostenida hace poco.

— Los caminos de cada guardián son distintos. Unos quieren comenzar rápido, porque tienen su mente despejada de cualquier duda. Aquellos que no están seguros, tienen tres opciones: desertar, llegar rápido o superar sus propios miedos, para de esta forma lograr un equilibrio entre la mente y el cuerpo, alcanzando el máximo estado de unión entre esas dos entidades, tan cercanas y lejanas a la vez.

— Sabes perfectamente que no entiendo ni una palabra de lo que dices.

— Lo sé, amigo mío. Pero llegará el momento en el que lo dicho y lo comprendido, se fundirá en uno sólo y en ese instante, las frases que te he dicho y que te diré en un futuro, no te serán tan extrañas como lo son ahora.

— Espero que así sea. — Dije, dudando que así sería.

— Nunca esperes. Siempre cree en algo. Porque el tener una creencia, es forjarse una meta la cual seguirás y, de esta manera, completarás un ciclo vital que tu propia mente requiere y que ahora eres capaz de suministrarle, al estar rodeado de dudas y temores.

— ¡Pero eso es imposible! — Exclamé, entre sorprendido y atontado. Sabía que ella decía algo importante, pero se me escapaba ese sentido especial que imprimía a las palabras.

— Nunca digas eso. — Me miró y chispas de alegría saltaron de sus ojos. — Todo, absolutamente todo es posible, para aquel que se lo proponga. Sólo se requiere un esfuerzo personal infinito, para lograrlo. Nada es imposible y creo que lo comprobaste aquí. Pero no sólo aquí. Cuando estés en tu cuerpo, en tu planeta, también lograrás cosas que antes te parecían imposibles. Recuerda que todos los héroes, tanto reales como ficticios, tanto antagónicos como protagónicos, realizaron cosas que a otros parecen imposibles, pero que en realidad, cualquiera realizaría con un poco de esfuerzo.

— ¿Quieres decir que Hércules en verdad existió? — Traté de llevar el discurso a un final embarazoso para ella, pero me desarmó:

— Toda leyenda se basa en una verdad, amigo mío. Todo mito tiene un principio verídico, el cual ha sido tergiversado, al pasar la historia de boca en boca. Pues al contar la historia, el narrador tiende a añadir sus propias ideas, agrandando o disminuyendo los verdaderos hechos de acuerdo a la ocasión, realzando sus propios intereses y deshaciendo los intereses de sus enemigos. Alzando los intereses del grupo que representa y disminuyendo los intereses de los grupos contrarios. De esta manera se forma una leyenda. Y, amigo mío, — me sonrió, — ten en cuenta el tiempo que lleva la leyenda de Hércules, transmitiéndose de boca en boca. — Rió con deleite.

No sé si era por terquedad, pero en ese momento no entendí ni la mitad de lo que me decía. Sin embargo, asentía con gravedad, aparentando sabiduría y comprensión, grabando la conversación en mi cabeza. Aprendí a confiar en lo que me decía, y sabía que más adelante, el verdadero significado de las palabras me sería revelado.

 


 

Me acosté a dormir. Esa noche, tuve la primera de la serie de pesadillas que me acosarían durante los veinte años siguientes. Me encontraba al frente de un ejército de ángeles. Todos empuñaban espadas de belleza inenarrable, cuya hoja era fuego líquido. Nos enfrentábamos a un ejército de demonios y, el que los comandaba, se encontraba al frente, montando un caballo negro y blandía en su mano izquierda algo parecido a una hoz, pero su hoja era idéntica a la de los ángeles. Llameaba, echaba chispas, parecía viva. En ese momento, el que montaba, lanzó un grito sobrenatural. Los demonios, que se encontraban a su espalda, respondieron al grito con una algarabía salvaje y, destrozando la tierra con sus pezuñas, se lanzaron al ataque. Los ángeles me miraban espantados, esperando una orden, pero yo nada hacía . Me sentía aterrado. Sólo veía al que montaba a caballo y su sola presencia impedía moverme. Mientras me encontraba hechizado, mirando a ese ser que montaba el maldito caballo negro, los demonios se lanzaron sobre los ángeles, y estos, inmovilizados por mi propia incapacidad de moverme, fueron masacrados sin misericordia. Ninguno de los demonios me tocó. Más de uno tuvo la oportunidad de cortarme la cabeza, pero ninguno se atrevía, por alguna extraña razón. Pero, en el momento en el que el último ángel cayó, el misterioso hombre que montaba el caballo negro movió las riendas ligeramente y el caballo, veloz como una flecha, obedeció al instante y lo trajo hacia mí. A medida que se acercaba y a pesar del miedo que sentía, intentaba reconocerlo. No obstante, él llevaba una capucha negra de monje sobre su cabeza y la sombra ocultaba los verdaderos rasgos de su cara. Cuando el caballo estaba a pocos metros de mí, el monje detuvo su montura. Los demonios que me rodeaban, se arrodillaron, profesando un profundo respeto. Se hizo el silencio absoluto y el monje desmontó. En sus manos brilló la hoz y aprecié la sonrisa salvaje proyectada por la hoja, que se relamía con anticipación, echando chispas, pidiendo a su amo la oportunidad de acabar conmigo. El monje levantó su mano y, con un movimiento lento, demasiado lento para mí, se quitó la capucha. Mi horror creció y desbordó, convertido en una apoteosis sin control, al descubrir que el que blandía esa arma viva, no era otro que Heitter. Una sonrisa lobuna cruzó por su cara y levantó la hoz. Con un grito horrendo, soltó el arma. Esta silbó de placer y, después de cortar el aire en cruz, avanzó con una velocidad espantosa, directamente a mi cabeza. Traté de esquivarla, pero la misma fuerza poderosa e invisible me lo impedía. Al ver que la muerte estaba cerca y que nada evitaría la embestida, traté de gritar, más un chillido agudo fue lo único que conseguí sacar de mi cercenada garganta. Porque en ese mismo momento, la hoz me cortó limpiamente la cabeza. Cayó de mis hombros al suelo, pero no morí. Al contrario, veía como mi cuerpo se derrumbaba después de unos espasmos. Veía, aterrado, como salía la sangre a chorro de las arterias cercenadas. Y a Heitter, extendiendo su mano para sujetarme. Me agarró de los cabellos, me levantó sobre su cabeza y, mostrándome a su ejército, profirió un aullido inhumano. Los demonios le respondieron de la misma manera y, en ese momento, perdí el conocimiento.

 


 

Desperté, gritando horrorizado. La visión de mi muerte, me sobresaltó. Cuando abrí los ojos, lo primero que me sorprendió, era la luz del día. Lo segundo, fue el sentir mi piel desnuda, rozando contra las sábanas. Por un momento me sentí desubicado, y entonces comprendí: me encontraba en casa. Y aunque sabía que por fin estaba en el hogar que añoré durante un largo tiempo, mientras me hallaba en algún lugar del Universo, todavía no podía creerlo. Con una voz entrecortada por la emoción que sentía, llamé a mi madre, pero el silencio fue la respuesta que obtuve. Me sentía confundido. De repente, recordé que ellos salieron de la ciudad, cuando decidí iniciar El Viaje.

— ¿Qué día es? — Pregunté en voz alta. No recordaba que día era. Busqué el calendario. Era miércoles.

Lo primero que quería hacer, por más ilógico que suene, era darme un baño. No me di un baño ni tomé comida decente, en meses. Corrí a la ducha y duré horas bajo el constante chorro de agua, hasta que este pasó, gradualmente, de caliente a frío. Me vestí y corrí a la cocina. Preparé una comida que parecía un banquete y devoré todo en cuestión de minutos. Mientras comía, comencé a recordar lo acontecido durante mi estancia en el pueblo de Xillen, y un relámpago de dolor atravesó mi corazón, cuando recordé a JJ. La comida perdió su sabor, y el mundo, que al principio me pareció tan claro y resplandeciente, perdió su color y se convirtió en una mancha gris, que terminó por envolverlo todo, convirtiéndolo en algo borroso.

En ese momento me di cuenta que lloraba.

Lloraba en silencio. Por un amigo perdido. Por días que nunca serían los mismos. Por momentos de tranquilidad y despreocupada algarabía, que me fueron arrebatados de un momento a otro, sin que me diera cuenta. Lloraba por nuestro círculo de amigos que, en algún momento que no precisaba, se redujo de cinco a tres. También lloraba por Heitter, por su decisión de abandonarnos, de traicionarnos, de tomar el bando contrario para enfrentar a sus mejores amigos. Lloraba por dos amigos perdidos y por los tres que quedábamos vivos, porque nuestras vidas jamás serían las mismas, a partir de ese momento.

Aparté los restos del improvisado banquete y busqué el teléfono. Marqué de memoria el número de Andrés. Nadie contestó. Intenté con el de Miguel. Esta vez, alguien levantó el auricular y, una voz conocida pero desfigurada por el dolor a tal punto que parecía no pertenecer a Miguel, dijo:

— Quien quiera que sea, no vuelva a llamar hoy. — Y colgó.

Mi mano bajó lentamente el auricular. Mis amigos también regresaron y sufrían lo ocurrido. Como un sonámbulo, busqué las llaves de la casa y, cerrando la puerta, me dirigí a donde mis pies me llevarán.

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