IV

El regreso a nuestras casas fue en silencio total. Nadie hizo comentarios. Si acaso cruzábamos alguna palabra, era para saber que presentarían por la televisión esta tarde, o consultar los resultados de los partidos de fútbol. Acompañamos primero a Andrés, quien vivía cerca del consultorio. Enseguida yo, sacando mi carro del estacionamiento de visitantes del conjunto residencial, me despedí de mis amigos. Ni siquiera puse atención a que ninguno pidió que lo llevara.

Necesitábamos un tiempo a solas.

Durante el regreso, una especie de éxtasis me asaltó. Había sentido esa emoción antes, pero no era la explosión que acababa de sufrir. No sabía, tampoco quería asociar esa emoción con lo vivido unos momentos antes. Manejaba sin el cinturón de seguridad, a más de ciento veinte kilómetros por hora, por la Avenida Circunvalar, en el carril derecho, a las cuatro de la tarde, con el radio a todo volumen, que en ese instante transmitía el éxito del momento. Era la ocasión perfecta para cometer un suicidio involuntario.

Pero, ¿era involuntario?

Durante los veinte años de mi existencia, siempre encontraba la manera de eludir responsabilidades. Siempre tenía miedo de salir adelante y tomar mis propias decisiones. No era un cobarde, no. Por lo menos no en el sentido que se le da a la palabra. Y sin embargo, las responsabilidades parecían pasar, a lo largo de las defensas que les exponía, indemnes y atacarme una y otra vez. Y ahora, si lo que yo temía se hiciese realidad, la responsabilidad más grande, en lo que he vivido y lo que me quedaba por vivir, acababa de presentarse con todas sus tropas, lista para el ataque decisivo y final. Era algo aterrador. Saber que algo está por venir y todavía no conocer qué es y lo que hay que hacer para sobrellevarlo. Una sarta de mentiras y excusas falsas se me ocurrían, para el día en el que por fin nos reuniríamos para tomar la decisión de lo que realizaríamos a continuación. Y ya suponía la pregunta principal del tema: ¿Volveríamos o no donde el viejo? Si la experiencia por la cual pasé era cierta y todo lo que ese ser nos dijo también era verdad, no quería repetirla. Por lo menos no en el momento. Necesitaba tiempo para pensar. Para decidir qué hacer. Y entonces, la cara del viejo, luciendo la sonrisa despectiva, apareció ante mis ojos y recordé las palabras lanzadas por él con altivez: aunque no creo que todos vengan...

¡Pues al demonio!  — Exclamé en voz alta, riendo como loco. — Me tiene sin cuidado si soy un cobarde. Esto no es normal. ¡Carajo, NO ES NORMAL! — La última palabra salió de mi garganta en un grito desesperado y cerré los ojos por un momento, intentando controlarme.

Y esa acción casi me cuesta la vida.

Al abrir los ojos, vi como un automóvil, irrespetando una de las reglas básicas del tránsito, estaba yendo en reversa, justo por el carril en el que me encontraba. Mi instinto de conservación actuó más rápido que el terror. En contados milisegundos, pisé el freno dejando rastros de neumático a lo largo de la avenida y giré a la izquierda y enseguida a la derecha, pasando a milímetros del otro automóvil. Me detuve a unos veinte metros y miré por el retrovisor. El otro automóvil también se detuvo. Me bajé del carro y comencé a caminar donde estaba aparcado el otro. Mientras avanzaba, la adrenalina comenzó a subir de tal manera que en un momento no estaba sólo furioso, también estaba eufórico. Sin embargo, esa furia se convirtió en verdadera cólera al ver que el asiento trasero lo ocupaban dos pequeñas niñas de más o menos uno y dos años de edad. Lo único que pensé en ese momento, fue que si chocaría contra ese carro, además de matarme yo, seguramente mataría a esas niñas. Y entonces, preso de una violencia que nunca antes sentí, comencé a golpear el automóvil, retando al conductor a que saliera. Quería matarlo en ese mismo lugar. No quería permitir que un salvaje que arriesga a sus hijas de semejante manera, existiera en esta vida. El señor, al ver el estado en el que me encontraba, acertó al colocar el seguro en todas las puertas. Se veía gracioso: un grueso caballero, de mediana edad, ocultándose debajo del timón y gimoteando algo desde abajo. Esa pintoresca escena me calmó un poco y, dejando el auto en paz, regresé al mío.

Cuando de nuevo me puse en camino, un terror irracional se apoderó de mí. Las manos me temblaban y, al verme en el espejo, noté que estaba completamente pálido y sudoroso. Y no era para menos, mi carro debió volcar al realizar yo la maniobra. MI CARRO DEBIÓ VOLCAR. ¡Dios mío, debería estar muerto! Más, por un milagro del equilibrio, no lo hizo. Ni siquiera coleó. Se mantuvo firme sobre las cuatro llantas.

Ese fue el suceso que quebrantó mis defensas contra la responsabilidad.

Comparte este artículo

No hay comentarios

Deje su comentario

En respuesta a Some User