Nunca, en toda su existencia, un ser como ese penetró en sus dominios. Sus verdes hojas no conocían el sabor del Hombre y los animales que en él vivían, nunca vieron a otro que caminase sobre dos patas todo el tiempo, y utilizase de vez en cuando a otro animal como transporte. La tranquilidad y armonía se interrumpió por ese intruso que, sin autorización alguna, llegó a profanar el sagrado suelo que permaneció virgen durante miles de millones de años.
Cuando apareció por primera vez, todo ser se maravilló ante esa nueva forma de vida que se movía erguida. Al principio, los animales no le temían y cuando el ser se acercaba, se dejaban coger con docilidad. Tan sólo el Bosque no estuvo de acuerdo con esa aparición e intentó lo posible para obligarlo a irse. Llamó a la Naturaleza para que le ayudase y esta, sabiendo las consecuencias que traería esta incursión a los dominios del Bosque, decidió ayudarle. Convocó inmensas nubes cargadas de granizo, agua nieve, truenos y rayos para ahuyentarlo. Pero el Hombre a la vista de la tormenta que se cernía sobre su cabeza, utilizó un árbol para protegerse y luego, para prevenir nuevos ataques de ese tipo, derrumbó el árbol que lo protegió para crear una estructura que forró con otros árboles. Le llamó a ese refugio casa. El Bosque sintió que se le desgarraba el alma cada vez que aquel ser tumbaba un árbol para utilizarlo en su diabólica idea, pero no logró impedirlo. Furioso por el dolor que el ser le proporcionó, envió legiones de insectos para atormentarlo. Al principio pareció que daba resultado. El Hombre se había refugiado en su estructura y no salía. Tan sólo se escuchaba el sonido de las ramas de los árboles caídos, siendo ultrajadas por ese ser. Más al anochecer, cuando los insectos se fueron para reponer sus fuerzas y reiniciar el ataque al amanecer, el Hombre salió de la casa y se internó entre los árboles, llevando bajo el brazo un manojo de despojos de las ramas de los árboles cortados, que había convertido en largas tiras entrelazadas entre sí. El Bosque no sabía qué buscaba el Hombre, ni por qué llevaba lo que había quedado de los hermosos árboles bajo el brazo, pero decidió aprovechar la ocasión. Envió a los animales que en él vivían para que acabasen con el Hombre. Estos accedieron pesarosos. No le temían a ese nuevo ser ni tampoco lo consideraban como una amenaza. Sinceramente, tampoco querían matarlo. Tan sólo su ciega obediencia a los deseos del Bosque, los obligaba a cumplir su orden. Mientras los animales se preparaban para el ataque, el Hombre extendió las tiras de la corteza y las ató a las ramas de los árboles que lo rodeaban. Después, se dirigió a un claro del Bosque y comenzó a encender el Fuego. El Bosque tembló de indignación. Esa criatura lo estaba desafiando abiertamente: convocó a su peor enemigo. Un enemigo, contra quien el Bosque no ganaría. Otra vez invocó la ayuda de la Naturaleza, pero esta no acudió a su llamado. Ella tenía prohibido intervenir en una lucha entre el Bosque y el Fuego, así que tan sólo pudo limitarse a observar.
Los animales rodeaban con sigilo al Hombre, pero cuando se disponían a atacar, vieron el Fuego y temblaron de miedo. Ellos lucharon con él en más de una ocasión y siempre fracasaban. No queriendo arriesgar sus vidas en una confrontación que perderían, comenzaron a retirarse. Más cuando pasaron sobre las cortezas que el Hombre extendió en el suelo, estas se movieron como vivas y apresaron a muchos, colgándolos de los árboles. Los animales que quedaron libres se aterraron y huyeron despavoridos en todas direcciones, sin poder socorrer a sus compañeros que lanzaban lastimeros aullidos de dolor y petición de auxilio. Un susurro recorrió las copas de los árboles, convertido en viento. Era el grito de dolor del Bosque, al ver que la batalla contra el Hombre fracasaba mucho antes de comenzar.
El Hombre se levantó y caminó hacia las cortezas que extendió. Los animales que se encontraban apresados, pensaron que ahora serían vengados. Que las cortezas cobrarían vida y encerrarían al Hombre para la eternidad. Pero sus esperanzas fueron frustradas. Tan sólo se limitaron a mirar sorprendidos e impotente, como el Hombre pasaba por sobre las cortezas sin el menor daño. Se acercó a los animales y los descolgó. Después, utilizando una cosa delgada y filosa, que brillaba bajo la luz de la Luna, que ni el Bosque ni los animales vieron jamás, los mató uno a uno. Los metió todos en una bolsa que llevó consigo a excepción de uno. El Bosque se aterró de lo que hizo el Hombre a continuación: utilizando esa cosa brillante, le quitó la piel al pobre animal y, después de ensartarlo en un palo, se lo ofreció al Fuego. Este recibió el regalo relamiéndose. Sus llamas se elevaron, aclamando la acción del Hombre, mientras que éste compartía la felicidad del Fuego sentándose a su lado. Al rato, cuando el Bosque se llenó del olor del animal quemado, el Fuego bajó sus llamas y el hombre aprovechó la ocasión para quitar los restos quemados del animal del Fuego y comenzó a comerlo. El Bosque no pudo ver más y cerrando los ojos decidió entregarse de lleno a la furia del Fuego, para cuando éste decidiera atacarlo. Pero al parecer, no era deseo del Hombre el destruir al Bosque. Apagó el Fuego, bajo una estremecedora protesta de éste y, enterrando los restos del animal, cogió la bolsa con el resto de las bestias y se dirigió a casa.
Esa noche, la casa del hombre fue invadida por el Fuego. El Bosque veía su resplandor por medio de los huecos que el Hombre había dejado en la estructura. Esperaba con fiera sonrisa en la cara que el Fuego destruyera esa estructura y el hombre se viera obligado a irse. Más eso no sucedió. El Fuego, el nunca dominado, eterno enemigo del Bosque, se comportaba como un gatito en la casa del Hombre. Tan sólo limitándose a arder en un rincón, que al parecer el Hombre le reservó. El Bosque no pudo hacer otra cosa que llorar ante su propia impotencia y dolor ante la pérdida de su batallón más fuerte: los animales. Sin embargo, al cabo de un momento recordó el arma que no le falló y que utilizó durante todo el día contra el Hombre: los insectos. Por su hermoso rostro cruzó una sonrisa de venganza. Espera hasta mañana, desgraciado. Mañana será otro día. Y con este pensamiento, el Bosque se sumió en un profundo sueño.
La mañana llegó, pero los insectos no se presentaron. La Naturaleza, por iniciativa propia y en venganza de lo acontecido la noche anterior, atacó al hombre con lluvia. Llovió durante ese día, y el otro, y el que le siguió. Llovió sin parar durante semanas y el Hombre no salía de su refugio. El Fuego tampoco lo abandonaba, siempre lo acompañaba y le proporcionaba el calor necesario para contrarrestar el frío que producía la lluvia. El Hombre se encontraba muy bien: no necesitaba comida, pues con todos los animales que capturó, poseía para rato. Para no permitir que se pudrieran o se dañaran, la Tierra le contó al Bosque, que el Hombre cavó un gran agujero dentro de su casa de varios metros de profundidad. Ese agujero era lo bastante frío como para meter a los animales en él sin peligro de que se pudrieran. Más la Naturaleza, al enterarse de todo esto, tan sólo suspiró y decidió seguir con la lluvia: Al fin y al cabo, lo animales se le van a acabar y entonces saldrá. No llevará Fuego con él, porque yo me encargaré de apagarlo. Ningún animal se encontrará cerca de él y no conseguirá alimento, por lo tanto, se morirá de frío. El Hombre es mío. Y diciendo esto, la Naturaleza siguió con su implacable ataque sobre el Hombre.
La lluvia continuó durante un par de meses más. El nivel de agua subió en una forma desproporcionada. Los ríos se desbordaron y la Tierra, agobiada bajo el peso de toda el agua absorbida, comenzó a deslizarse. Las montañas se derrumban, en los llanos y grandes cañones se formaron lagos. La Tierra protestó. Lo mismo los animales e incluso el propio Bosque, viendo que el agua estaba carcomiendo la Tierra en la cual sus árboles echaron raíces, le rogó que cesara. La Naturaleza, reconociendo sus reclamos como justos, con pesar retiró las nubes y el radiante Sol alumbró el Mundo hecho agua alegremente. Todo y todos comenzaron a rehacerse de esa larga temporada de lluvia. Tan ocupados se encontraban todos en reparar los daños causados por la Naturaleza, que se olvidaron del Hombre. Pero éste, al siguiente día salió de su refugio. Estaba cantando una alegre canción y caminaba por el Bosque. Llevaba colgando sobre sus hombros las pieles de los animales sacrificados y en sus manos, varias cosas de metal. Esas cosas no se parecían a aquella que el Hombre utilizó para despellejar a los animales. El Bosque decidió pasar por alto en esta ocasión al intruso, recordando lo acontecido antes. Esperaré a que los insectos puedan atacar. Dijo el Bosque y continuó en su tarea de secarse. Cuando por fin se preguntó por el hombre, éste regresaba a su casa, pero no llevaba las cosas metálicas en sus manos. Llegó la noche. El vapor acumulado durante el día se convirtió en niebla. El frío era intenso y los animales tenían hambre. El reclutamiento y poco alimento recibieron durante esos meses de lluvia mellaron su organismo. Todos salieron a cazar. El Bosque contempló complacido a sus criaturas bajo la luz de la Luna y se durmió, mientras que ellas se empecinaban por conseguir alimento. De repente, el sonido de metal que entrechocaba, combinado con alaridos de terror y dolor de los animales, despertó al Bosque. Con horror se dio cuenta que muchos de los seres que buscaban alimento, ahora se encontraban presos en las afiladas garras de las cosas de metal que el Hombre llevó consigo en el día.
Ahora el Bosque se encontraba realmente furioso. Nunca sintió una furia tan ciega como la que lo envolvía en ese momento. Ni siquiera cuando luchaba con el Fuego, porque esa era una lucha elemental donde nunca habría un ganador o perdedor. Simplemente la batalla llegaba a un fin en un punto determinado. Desde la aurora de los tiempos estos dos enemigos sabían que no podían destruirse, porque así como el Fuego dependía del Bosque, este dependía del primero por igual. Pero ahora, estas reglas habían sido quebrantadas por un ser que no llegaba a ser tan elemental. El Bosque ni siquiera podía definir al Hombre. Un ser hecho de agua que dominaba lo mismo al Fuego que a la Naturaleza, que a la Tierra, que... Entonces, con horror se dio cuenta de hasta ahora, todas las fuerzas elementales habían luchado contra el Hombre con el mismo resultado: habían perdido. La furia dio paso a la desesperación más horrible que pueda sentir un ser elemental eterno. ¿Cómo luchar contra algo que domina todo tipo de lucha? ¿Cómo derrotar a alguien que ni siquiera se da cuenta del ataque? ¿Cómo derrotar a algo que no puede ser derrotado? El Bosque vio impotente de nuevo como el Hombre entraba en sus dominios para llevarse a los animales que cayeron en las trampas.
Pasó la noche y el Bosque no pudo descansar. Se encontraba pensando en la forma de vengarse del Hombre. En la forma de derrotarlo. La lucha elemental no dio resultado, así que debía intentar algo nunca ejecutado. Al salir el Sol, reunió a los Elementales. Incluso convocó al Fuego. Si el Hombre me destruye, le dijo, también te destruirá a ti. El Fuego acudió. Era la primera vez en toda la existencia de los Elementales, que estos se reunían. Tan grave veían ellos esta emergencia. Estuvieron cavilando sobre la destrucción del Hombre durante mucho tiempo. Mientras tanto, el Hombre casi eliminó al Bosque de la faz del mundo. Muchos animales desaparecieron. La Tierra se vio ultrajada en muchos sitios al mismo tiempo. La Naturaleza nada pudo hacer al ver como el Hombre atentaba contra Ella, utilizando químicos sustraídos del Bosque y la Tierra. Y el Fuego, imposibilitado, se rindió al control del Hombre. Ya no era un Elemento libre, dependía de la orden del Hombre y nada hacía para contrarrestar eso. Además, el Hombre sustrajo de la Tierra un Elemental encerrado al principio de los tiempos. Era un Elemental poderoso, pero al mismo tiempo tan peligroso para la existencia de los demás Elementales, que estos lo encerraron en las entrañas de la Tierra para que no hiciera daño a los seres vivientes. Ese Elemental era conocido como Radiación. El Hombre también controló la Radiación, como una vez al Fuego. La obligó a existir en cubículos encerrados, pero de vez en cuando la dejaba en libertad en determinados sitios. La Radiación en esos cortos momentos de libertad hacía la mayor destrucción posible. Los afectados eran siempre los animales, la Tierra, El Bosque, La Naturaleza y por último, un Elemental que no había sido atacado hasta ese momento: El Agua. El Agua era respetado por todos los demás. Lo necesitaban para existir y el Fuego le temía, porque este Elemental lo contenía sin mayores contemplaciones. Pero lo curioso era, que a pesar de que el Hombre dependía de ese Elemental, comenzó a despreciarlo, a lanzar desperdicios en él y llegó al colmo de su fechoría, cuando comenzó a utilizar la Radiación en los dominios del Agua. Esto colmó la paciencia del Elemental más poderoso y, cansado de la impertinencia del Hombre, se unió a los demás.
Viendo la destrucción y desolación que el Hombre causaba a su paso, los Elementales llegaron a una decisión conjunta. Atacarían al Hombre al mismo tiempo, con toda su fuerza y capacidad. Fijaron el inicio del ataque para la mañana de un mes de junio. Le correspondió el honor de iniciar el ataque a la Tierra. Con movimientos furiosos, vengándose del ultraje, la Tierra se sacudió con desesperación tratando de destruir la mayor cantidad posible de las estructuras que el Hombre utilizaba como refugio. Y lo logró. El Hombre salió. En ese momento, uniendo fuerzas, la Naturaleza y el Agua atacaron. El Mar se elevó e inundó tal cantidad de Tierra que quedó tan solo una cuarta parte por fuera del enfurecido mar. La Naturaleza, mientras tanto, atacaba con lluvia, granizo, nieve, truenos, huracanes y tornados. El Hombre intentó regresar a los pocos refugios que quedaban en pie, pero en ese momento, el Fuego dio cuenta de ellos, incendiándolos y danzando alegremente sobre sus cimas, invitando al hombre para que intentara apagarlo. El Hombre huyó entonces despavorido al Bosque, buscando refugio entre los árboles. Pero los animales, con feroz algarabía, atacaron al desgraciado ser que trató de eliminarlos de la faz del planeta. Sin tener con qué defenderse, el Hombre sucumbió rápidamente bajo las filosas garras que despedazaban la carne sin piedad alguna.
Ese fue su fin.
Pero la esencia del Hombre quedó. Todos sus actos repercutieron en la existencia de los Elementales. Les costó bastante trabajo y muchos eones volver a encerrar a la Radiación. No podían recuperar lo perdido, pero la Naturaleza comenzó a crear animales y cosas nuevas para reemplazar las que el Hombre destruyó. La lección fue aprendida. Y si alguna vez otro ser apareciera y comenzara a realizar los mismos actos del Hombre, los Elementales hicieron un pacto para toda la eternidad: atacar a ese ser sin cuartel todos juntos para eliminarlo desde un principio, antes de que él los elimine a ellos.
FIN
Martes 3 de Noviembre de 1998