Caminando una noche de verano por un campo de trigo hollado, veo a lo lejos un bosque y un leñador que está ocupado. Me habían comentado los lugareños que aquel hombre es extremadamente peligroso, más yo, ignorando los consejos, me acerco y lo acoso:

- ¿Cómo te llamas? - Le pregunto indecoroso, haciendo caso omiso del sudor que gota a gota cae al suelo de su rostro. El no responde, ni siquiera me mira, en su labor continúa como si de ello dependiese su vida.

- ¿Es que sordo eres? - Insisto. - ¿Por qué de este modo me ignoras?

Más él en su labor continúa haciendo caso omiso de mis enojos. Entonces ya no lo molesto, por lo menos no verbalmente. Algo de ese hombre me asusta, pero también me atrae igualmente. Lo observo con más detenimiento, tratando de encontrar en él una mella. Es alto, robusto, musculoso y un hacha en sus manos ostenta. ¡Dios mío, qué arma más peligrosa! Un hacha de doble filo que brilla bajo la luz de la luna. Con cada golpe un árbol sacude dejando en él profunda huella. En cada uno de esos embates, el leñador suelta un UFFF grandioso, como si de aquella manera, ayudase un poco al trabajo de su arma poderosa. Y este extraño hombre, todo a su alrededor ignora, más parece un fantasma que un ser vivo y ello es lo que más me enoja. Lo agarro con fuerza por el hombro y trato de que reaccione, más una fuerza poderosa atrás mi brazo arroja y, por más gracioso que parezca al hipotético lector que estas líneas lea, salgo despedido al suelo, siguiendo mi brazo en su hiperbólico vuelo.

- Entonces, ha de ser un fantasma. - Desde el suelo para mí mismo razono. - Más no entiendo qué lo ha motivado a tratarme así, de este modo.

Me levanto receloso, esperando de él alguna seña, más él en su labor continúa como si yo en ese lugar no estuviera.

- ¿Quién eres? - Desde lejos le grito.

El silencio es la respuesta que obtengo. Entonces, intento probar con algo distinto:

- En el nombre de Dios te conmino a que regreses a tu morada en el infierno.

Pero nada ocurre y consternado me detengo. ¿Cuál es el pecado que aquel hombre ha cometido, para que se le castigue de semejante manera, condenado a realizar siempre lo mismo, sin posibilidad de ningún contacto humano o celestial que en su ayuda venga?

La respuesta viene a mi mente de inmediato: Ha de ser un asesino, pienso, y por ello ha sido condenado a trabajar eternamente en el bosque, pagando con su sudor aquel pecado que una vez cometiera, sin posibilidad de expiarse con alguien, por más cerca que aquel estuviera.

- No temas, triste criatura. - Trato de animarlo en caso de que así fuera. - Aunque no puedas hablarme, por Dios sabrás lo que es un buen escucha. Aquel que es capaz sin palabras, comprender a un alma desesperada y dar un consejo exacto para aquella conciencia desalentada. Pues bien - con mi discurso continúo, - he aquí a aquel que puede darte un consejo: Pide perdón al Padre que está en los Cielos por aquello que estés pagando. El no es de corazón cerrado y entenderá por lo que estás pasando.

Entonces, para el mayor de mis sustos, una voz resuena de ninguna parte, pero se escucha por doquiera:

- ¡Deja en paz a ese hombre! - Reza, y enseguida me ordena: - Si quieres en algo ayudarle, yo te daré las indicaciones para que ello ocurriera.

- Te escucho con el corazón acongojado. - Después de un silencio embarazoso a aquella voz respondo. Y aunque tiemblo de miedo, también lo hago de gozo. Porqué seguramente es Dios el que me ha hablado y realizaré hasta el fin, sin importarme siquiera la muerte, lo que El a mí me tenga destinado.

- Sigue aquella luz en los cielos. - Dice la voz ya más amable.

- ¿Cuál de todas? - Pregunto ingenuamente.

- La luna, la luna, mi querido caminante. Ella te llevará a un lugar, en el bosque perdido. Los caminos a él son prohibidos y muchos peligros encontrarás si te animas. No debes temerles si tu corazón es puro, porque son meras ilusiones para el que así lo quiera, más destrozarán de inmediato al que en su realidad creyera.

- ¿Es un juego de la mente? - Entre la maraña de frases intento encontrar salida.

- Si así lo quieres, - me responde la voz y sigue: - Cuando aquellos peligros atravieses, llegarás a un claro en el bosque, un claro también prohibido por siempre. En el medio verás una casita medio destrozada. No tiene ni puertas ni ventanas, así está diseñada. En aquella casa has de entrar, sin tocar ni uno de sus muros. Cuando estés ahí, vuélveme a llamar y te diré el siguiente punto.

- ¿Cómo? - Exclamo aturdido. - Entrar en un cubo sin tocar sus muros. Vaya tarea más imposible.

- No lo es tanto.

- Entonces dime: ¿Cómo he de entrar en aquellos recintos?

- De ti depende esa tarea...

- ¡Es imposible!

- ¿Así como el hombre que aquel árbol derriba? - Pregunta la voz con un deje de sarcasmo y enmudece por ahora, por lo menos hasta que yo llegue a aquel maldito claro.

Ahora ya no me encuentro tan contento de que Dios aquella tarea me encomendase, más qué remedio y con los ojos en la luna, avanzo.


 

Caminé durante mucho tiempo al que ya perdí la cuenta. Atravesé ríos, cascadas, acantilados sin dejar de pensar en la maldita puerta. ¿Cómo se supone que uno entra a un sitio cerrado por todo lado, por doquiera?

- ¡Ha de haber una llave secreta! - Grito para animarme y no seguir más con la reyerta. Mas mi mente inquieta solo en parte se tranquiliza, con seguridad saldrá con un problema distinto cuando yo llegue al final del camino por el que la Luna me lleva.

El bosque que me rodea, se convierte en un ser vivo. Poco a poco, con cada paso, aparecen más ruidos y ojos que me vigilan.

- Han de ser aquellos seres de los que El me ha hablado. - Digo para tranquilizarme, porque por Dios que estoy asustado. - No he de temerles a unos fantasmas. No creo en ellos, son sólo recuerdos fatuos.

Y dicha esa frase, fue como si los ojos me entendieran, comenzaron a despedir un fulgor rojo, tratando de infundirme miedo. Más yo me concentro en la Luna, mi guía en este viaje misterioso. Mi fiel compañera por ahora, mientras esté sólo y abandonado.

Segundos después de este acto realizado, escucho un aullido y los ojos se han retirado.

- Bueno, un obstáculo he vencido. - Digo con orgullo, pero, cuán equivocado estaba.

No alcancé a terminar aquella frase, cuando de repente, apareció al frente un ser desproporcionado. Su altura las nubes rozaba y su cuerpo, por un pelaje extraño cubierto, ante la luz de la luna, lúgubremente un misterioso vapor exhalaba.

- ¡Por Dios! Vete al infierno que es tu destino. - Asustado le grito. Más él tan sólo se para al frente mío sin permitirme dar un paso.

- ¿Qué quieres? - Le conmino sacando mi espada, fiel compañera de toda la vida.

- Tu alma, - me responde y todo mi ser se pone en vilo.

- ¡Jamás! - Con coraje le respondo, más él tan solo se ríe de mi enojo.

- Dame lo que es por derecho mío.

- Tendrás que ganarlo a pulso.

- Dámelo por las buenas.

- Nunca.

- Qué así sea. - Dice el ser tenebroso y levanta su grandioso puño. Veo sus intenciones y me arrojo a un lado presuroso. ¡Ha fallado! Ahora es mi turno, y pincho su mano más por reflejo que por deseo alguno. De su boca sale un grito odioso:

- ¡Me la pagarás, maldito mocoso!

Y dichas estas palabras, en niebla su cuerpo se transforma, y veo el lugar en el que la espada he clavado: es el hueco de un árbol y entonces en verdad me enojo.

- Es un juego de la mente aquello que me ha pasado. - Exclamo entre juramentos, más no hay que hacer, sigo pesaroso.

 


 

Otros peligros conocí en la travesía, mas contarlos aquí, me llevaría el resto de la vida. Así que me remitiré a escribir sobre el claro. Cuando llegué a él, el bosque parecía un ser azulado. La noche, una de tantas que encontré en el camino, también parecía un ser vivo. Y en medio de ese espacio despejado, estaba la casa, y el interior por todas partes estaba cerrado. ¡Dios! Vaya tarea la que me encomendaste, más que hacer, decidí entrar por alguna parte. Le di la vuelta con cuidado, pero no vi una entrada por ningún lado. Me senté frente a lo que consideré sería la entrada y traté de pensar en una forma de entrar en la casa encantada. Y así permanecí durante largo rato, hasta que llegó Morfeo y me hizo olvidar todo sobre el maldito claro. El sueño cubrió con dulzura mis ojos y soñé con el hombre por quien esta travesía había comenzado. Estaba él parado al lado de un árbol, más el hacha, que debía estar en su mano, no estaba. Descansaba contra el tronco, apoyando sobre él su cuerpo y aunque mantenía los ojos cerrados, yo sabía que dormido no estaba. Y así, pareciendo dormido, me habló en mi propio sueño, tratando de mostrarme la forma de encontrar el camino. Me dijo:

- Existe una forma de encontrar la puerta que estas buscando.

- ¿Qué forma es esa?

- Déjame hablar que con mucho tiempo no ando.

Yo callé un poco avergonzado. Al fin y al cabo muy mal me había comportado. No debía interrumpir a aquel fantasma que interrumpía su trabajo. Porque ya podía imaginar el castigo por actuar como él había actuado.

- La forma de encontrar la puerta es muy sencilla, - retomó el ser la palabra. - Tan sólo debes desear con fuerza el encontrar la entrada. Entonces, hablarle debes a la casa como a un ser vivo, ordenándole que te abra la puerta, que te enseñe la entrada.

- Te agradezco el consejo, - alcance a decir al desdichado, más fue lo último que le dije porque desperté sobresaltado.

 


 

El sol ya había calentado el claro y despejado la niebla, la que era de color azulado. Por fin pude apreciar el verdor del bosque en toda su belleza. Me había cansado de la noche, me había cansado de la tristeza. Porque cuando recorrí aquel camino por las noches, teniendo a la Luna por único acompañante, la melancolía me había asaltado tratando de desanimar al pobre caminante. Y ese era yo, al punto del desmoronamiento, más la fe en Dios me dio las fuerzas para superar las tristezas. Por ello que de ver el sol estaba desbordado y de alegría no de tristeza, porque era algo que durante mucho tiempo había deseado. Así que, olvidándome de la entrada, me puse a danzar mi alegría y a alabar al Señor que me había permitido llegar al claro. Caí al suelo y me revolqué en el pasto, hasta golpearme con algo que en mi camino se había atravesado.

Miré lo que era, pensando que era un tronco, más era la casa y enseguida recobre mi aplomo acostumbrado. Recordé con viveza el sueño y lo que el leñador me había aconsejado, así qué, deseándolo con todas mis fuerzas, me puse de rodillas y con respeto dije:

- ¡Enséñame la puerta, casa!

Cual no sería mi sorpresa y también el tremendo susto, cuando se derrumbó una pared hasta tomar una forma y cuando se disipó el polvo, pude ver la entrada y del interior una lúgubre luz, un tenue resplandor emanaba. Quise entrar enseguida, más algo faltaba, con algo no estaba a gusto. Entonces recordé lo que Dios me había ordenado: "Vuélveme a llamar y te diré el siguiente punto".

- Señor, - grité con el corazón en la mano. - Señor, ya he llegado al susodicho claro. Ya he abierto la entrada de la casa...

- Bendito seas, - tronó una voz y caí de rodillas, alabándola de inmediato. - Ahora que la entrada está abierta, ve al punto donde comienza la puerta. Más no atravieses el umbral si aprecias tu vida. Tan sólo mira el interior y recuerda lo que ves, porque en ello te va la vida...

- ¿La vida, dices? - Interrogué sobresaltado. La voz había dicho algo que yo nunca hubiese deseado.

- Así es, querido caminante.

- ¿Porqué la vida, señor?

- Porqué así yo lo he deseado.

Y en ese momento maldije mi intención buena. Maldije al leñador, al Señor y a todo el planeta. ¡Estúpido de mí por mis buenas intenciones! Idiota soy por tratar de ayudar al leñador y sus razones. Idiota por no escuchar los consejos de la gente. Por no dejar en paz el bosque y al hombre eternamente. Más qué hacer, ya no hay vuelta. Me calmo lentamente y avanzo a la maldita puerta. Por si acaso llevo la espada desenvainada, más la precaución es vana, en la casa no hay nada, absolutamente nada.

- No puede ser, - para mi mismo razono. - Si me han dicho que recuerde, es porque no puede ser de otro modo. Algo ha de haber, algo que no he visto. - Entonces, aguzo la vista y con intensidad insisto.

Poco a poco, el fulgor, que luego me daría cuenta me cegaba, comenzó a disminuir y los objetos se dibujaron de la nada. Había una mesa, una silla, una cuna. También vi un caldero y el dibujo de la Luna. Había un armario y sus puertas estaban abiertas. Dentro había una caja con el cajón suelto. Dentro del cajón había una piedra ora negra, ora blanca. Cambiaba de color, como si dentro estuviese encerrada un alma. Y con horror, cuando agucé la vista, divisé al leñador y a un hombre negro. Y este último talar al leñador le ordenaba. Le decía si no lo hacía, el alma de su mujer e hijo estarían condenadas. Me indigné a tal punto, que poco faltó para que fuese a ayudar al difunto. Mas la orden del Señor me retuvo, por lo que tuve que dar las gracias al punto. Recorrí de nuevo el interior tratando de ver alguna otra cosa. Pero nada mas vi y la valentía me dejó, volando pesarosa. Ahora me sentía intrigado y curioso, a qué venía todo eso...

- No seas indecoroso. - Interrumpió la voz mis pensamientos. - Lo que hay que hacer es dejar a los muertos con los muertos.

- Más ¿qué es eso lo que vi, puedes explicarlo?

- Puedo y quiero, más todavía no da para tanto. ¿Todavía quieres salvar al leñador de su tormento?

- ¡Sí! - Respondo sin vacilar y me siento contento.

- Está bien, por ti mismo te has decidido. Veo que no eres cobarde y prefieres seguir tu destino. Escucha ahora, mi buen caminante. Escucha y recuerda porque de ello depende lo que pasará más adelante...

- ¡Te escucho, te escucho! - Lo interrumpo con delicadeza. Por lo que veo, al Señor, le gusta dar rodeos con la tarea que me tiene impuesta.

- Primero hay que liberar el alma de la mujer y el niño, para luego ayudar al leñador a salir de su martirio. Más antes de ello, debes encontrar donde está el hombre negro, porque él tiene la llave que encierra el alma de los muertos.

- ¿Ellos también?... - Interrumpo.

- ¡Claro, hombre! Los tres están difuntos. Más el hombre que es el causante de sus tormentos, no lo está y ese es el punto. Señor es de todos los muertos, no puede ser muerto y de ti depende este punto.

- ¿Matarlo debo? - Pregunto con miedo.

- Encontrar la forma, que existe, te lo aseguro.

Razoné en silencio lo que el Señor me había dicho, si Él sabe como, debería decirlo sin entredicho. Mas es como si Él mis pensamientos leyese:

- No puedo decirlo, porque ello no me concierne. Puedo ayudarte hasta cierto punto, el resto de ti depende. Todo hombre decide, de ello depende del trabajo el fruto.

- Debo encontrar la forma de matar la muerte. Creo que nadie ha hecho esto. ¿Porqué yo Señor?

- Porque así el Destino lo ha dispuesto anteriormente.

El silencio pesa sobre mis labios nuevamente. Veo que no hay salida y digo temerariamente:

- Por lo menos dime en donde he de encontrar la muerte.

- La respuesta esta en tu mano, mi amigo. - Responde la voz suavemente.

Miro con estupor la espada que no he soltado. ¿Acaso he de matarme para lograr aquello que el Señor ha deseado? Y llegado a este punto, desecho los temores con presteza:

- ¡Qué así sea! - Grito, y levanto la hoja amenazando mi propia cabeza.

- ¡Insensato! ¿Qué haces? - La voz me detiene al punto.

- ...Seguir tu consejo... - Respondo después de pensar la respuesta un minuto.

- La otra mano... - La voz explica pacientemente.

La miró y me doy cuenta que un papel se ha enrollado discretamente, sobre el puño de mi camisa y con torpeza lo desprendo. Es un mapa y me indica el camino para llegar AL MUERTO.

- ¿AL MUERTO? - Con incredulidad pregunto.

- Sí, el único muerto que no está muerto.

- Entonces, - dije, rememorando para mi mismo. - Primero matar AL MUERTO, luego la llave, la mujer y el niño, y el leñador, finalmente.

- Así es mi querido caminante, más algo te voy a suministrar para que lo uses cuando el momento sea correcto.

Dicho esto, la voz calló y un conejo apareció en el claro. Se acercó a mí como si me estuviese buscando, algo llevaba en su hocico... Algo no muy grande, realmente. Se acercó y dejo el objeto en el suelo, para enseguida perderse entre la hierba, como si entre la nada despareciera.

Recogí con cuidado el objeto que el conejo había dejado. Era una medalla y tenía un escrito que rezaba...

- ¡No lo leas en voz alta! - Exclamó la voz con alarma. - Porque así se desata el conjuro. Léelo para ti mismo si gustas, más recuerda que una vez dicho, la medalla desaparece y si la desperdicias quedarás expuesto al peligro.

- Es decir que solo sirve una vez en la vida...

- Por lo menos en la tuya, así que dime, ¿estas decidido llevar al cabo la aventura? Por última vez lo pregunto, porque te estoy comenzando a coger estima.

- Así es. En mi cabeza no hay dudas.

- Entonces sigue.

Y dicho esto, la voz enmudece y nuevamente quedo sólo, incluso deseando que el conejo apareciese. Y me hiciese compañía, por lo menos una parte del camino, porque según el mapa, es muy largo el maldito. Me di cuenta en ese instante, que daría mucho por la compañía de otro caminante. Más estando parado en medio del claro, dudo que podría encontrarlo, así que, con al ánimo sobresaltado, oriento mi camino como el mapa reza, y avanzo hacia El Destino...

...Por cierto que sin mucha presteza...

 


 

Llevaría caminadas unas cuantas horas, cuando el bosque desapareció y deslumbrado quedé ante tanta belleza. Ante mi la estepa sin fin se extendía. Un camino discretamente en dos la partía. El largo camino que tiempo el recorrer me tomaría. A ambos lados de este, se levantaban campos de trigo del color del astro rey celeste. Muy lejos, casi sobre el horizonte, divisé un río y unas pocas construcciones. También, desde el alto en el que me encontraba, podía ver casas que ora cerca, ora lejos del camino estaban sembradas. El viento golpeó mi cabeza con embriagante fuerza. Y los colores llenaron los vacíos que tenía en mi cabeza. Vacíos que se habían formado en el recorrido por el bosque. Vacíos creados por el terror, por los fantasmas de la noche. Y la desesperanza que ya se relamía ante mi desdicha, partió gimiendo y lamentando, ahuyentada ante mi dicha. Y así, sintiéndome de espíritu refrescado, comencé a bajar, casi a correr apresurado. Quería perderme entre los campos de trigo, quería sentir el viento del campo, que hasta ahora no era mi compañía. Quería dejar atrás las figuras de la noche y zambullirme en el mar de tranquilidad que solo en sueños vi, cuando el día era noche. El campo me recibió acariciando mi cabeza, el trigo se inclinaba por el efecto de los granos en su cabeza. Las casas, que desde el alto había divisado, desaparecieron ocultas por el grano dorado. Me senté un rato, oculto entre esa amarilla riqueza, pensando en Dios y la tarea que tenía impuesta. Mas ahora, bajo el sol, ya no parecía tan imposible, el encontrar AL MUERTO y alejarlo de los que viven. Me recosté un rato, de lo que quedé con presteza arrepentido, pues escuché un grito:

- ¿Dónde te escondes bandido?

Levanté mi cuerpo sobresaltado y en seguida vi un hombre que a lomos de un jamelgo hacía mi cabalgaba...

- Con que robando lo que tú no has sembrado... ¡Maldito, Te abriré la cabeza de un tajo!

Cuando vi la cara del señor y sus facciones desencajadas, comprendí que no entendería razones, así que volví a esconderme entre el trigo dorado.

- ¿Dónde estás, mocoso? Ah... Espera a que te pesque...

- Pero, señor, no he hecho nada...

- ¡Maldito piojoso indecente! - Era la respuesta que el señor me daba... - Tres noches seguidas y todavía dices que no has hecho nada...

- Mas es de día, yo no he sido...

- Entonces qué haces en mi trigo, ¿dime?

Al escuchar su voz, que parecía mas calma, decidí dar a conocer mi posición, más en que error estaba... Apenas el hombre divisó entre el trigo mi cabeza, lanzó a galope su jamelgo, cabalgando con mucha destreza. No me dio oportunidad de buscar un refugio seguro y de un solo golpe en la cabeza... me privó de las luces de este mundo.

 


 

Cuando desperté, con una jaqueca de los mil amores, mi cuerpo también recorrían extraños temblores. Tenía fiebre y poco era lo que a mí alrededor yo comprendía. Vi a una mujer y al señor, quien le hablaba a ella con estima. Cerré los ojos porque la luz me hacía daño y otra vez quedé privado, más ahora por el del cansancio encanto.

 


 

No sé el tiempo que permanecí dormido, no soñé con nada, envuelto por el de la oscuridad velo divino. Cuando por fin abrí los ojos, pude deducir que de noche era. La oscuridad envolvía la comarca y la Luna me saludaba con esa cara de mi amiga eterna. Todavía me encontraba en el recinto acostado. Así que, después de medir mis fuerzas, me levanté con cuidado. Miré a mí alrededor para ver si solo me encontraba y el sonido del silencio, me confirmó lo que internamente yo deseaba. Recorrí la habitación, muy grande por cierto. Por lo que podía ver pertenecía a alguien con dinero. Me acerqué a la puerta, siempre excedido en precauciones y escuché y miré por el ojo del cerrojo. No veía nada, aunque alguien al otro lado estaba. Alcanzaba a escuchar una conversación medio apagada. Sin embargo y aunque estaba presto por conocer respuestas, no me apresuré a abrir la puerta, recordando al hombre, al jamelgo y en el trigo el suceso. Así que, decidí aguzar el oído para poner en claro algunos puntos, pero eran muy confusas las palabras, así que me decidí por lo segundo mas seguro. Abrí con cuidado la puerta que de ellos me separaba y vi a mi agresor y a una bella mujer que le acompañaba. Ambos me miraron; el hombre con disgusto. La dama me dirigió la palabra y me sentí reconfortado al punto:

- Disculpe usted el ultraje cometido, más no es por maldad, sino por precaución, lo que contra usted mi guardián ha arremetido. Mi nombre es Rosa y estoy para servirle.

¡Por Dios! Que voz tan divina.

- Señora, es muy amable por darme alojamiento, más el pedirme disculpas, no hay cuidado, que yo entiendo.

- Amable es usted al perdonarnos. - Me dijo ella, más yo no podía perdonar al que me atacara en el campo. - Sea amable y comparta con nosotros la mesa, - me indicó el asiento a su derecha y lo ocupé enseguida, agradecido de sobre manera.

- Y bueno, - el hombre metió la cucharada. - Perdón le pido porque en el trigo yo le atacara. Más me sentía obligado ya que nos están robando. Siento confundirlo con el ladrón... - Sé que no lo sientes tanto. - Yo soy José y guardo esta casa. He estado aquí desde que Rosa era una muchacha...

Me sentí mal al él hablarle con semejante frescura, más qué hacer, supongo que al cuidado de aquel hombre ella estaba segura.

- Doña Rosa, y ¿hace cuanto sufren ustedes de los ataques?

- Hace varias noches.

- Lástima, lástima. Me gustaría ayudarles, más estoy en una misión que un Ser Magnánimo me ha encomendado.

- ¿Qué misión es esa?

- He de encontrar al MUERTO que no está muerto... - Y entonces, les conté mi misión y lo que tenía que hacer para liberar al leñador de su sufrimiento.

El asombro se pintó en sus caras a medida que la historia narraba. Cuando llegué al monstruo gigante, con placer vi como Rosa la mano a la boca se llevaba. En sus ojos podía leer un delicioso asombro, y la cara del señor reflejaba un macabro aplomo. Asentía con la cabeza cada vez que narraba mis hazañas, pero negaba tercamente, cuando el cuento llegó a la piedra y a las almas.

- Así qué... - Me interrumpió el hombre sin delicadeza, - debes matar al MUERTO, pero esta tarea requiere destreza. ¿Seguro estás de que eres el hombre indicado?

- ¡Vaya que lo estoy! - Exclamé indignado.

- ¿Más no te temblará la mano al estar frente al MUERTO?

- No lo creo, señor.

- Créeme que no debe temblar, porque el MUERTO es fuerte.

- No le tengo miedo a ese ser de las tinieblas.

- Es mejor temerle, porque de tontos es el ocultar algo que de los hombres es naturaleza.

- ¿Me dice tonto?

- No, valiente amigo.

- Entonces, ¿por qué de esta manera se expresa?

- Escucha un consejo, que te puede dar un hombre que ha visto un poco.

- ¿Ha visto al MUERTO?

- Y por poco escapé de su enojo.

- ¿Corrió acaso? - Pregunté tratando de burlarme.

- No, más él no me persiguió porque supe mantener frente a él mi talante.

Callé enseguida, un poco avergonzado. Había tratado de ofender al hombre, que con tanto empeño me había hablado. Es cierto, todavía mantenía rencor oculto, más ya era hora de deshacerme de él. Porqué en el ataque el señor no tuvo la culpa.

- Cuenta, amigo mío, como fue ese encuentro.

- Más tarde lo haré, - respondió el señor. Y no dijo más por más que yo quisiera oír sobre el difunto.

- Bueno, amigo mío. - Me dijo José levantándose de la mesa. - Tengo que recorrer el campo para coger al ladrón en medio de su proeza. ¿Acompañarme deseas en esta campaña?

- Claro, señor. - Respondí alegre al percibir de Rosa la mirada.

- Entonces vamos. - Miró a Rosa. - Me despido por un segundo.

- Los espero con impaciencia.

- Volveremos, bella dama. Lo sé a cierta ciencia.

Y cuál no sería el sentimiento tan bello cuando ella me sonrió mirando mis ojos por un momento con delicadeza.

- Bueno, ya está bien de despedidas. - Dijo José y salió en seguida.

No sé si por maldad o por inocencia, me demoré unos segundos antes de seguirlo con conciencia. Quizás quería que Rosa en mi se fijara, ahora que por fin José no estaba. Más un grito me sorprendió por la ventana:

- ¿Mozuelo, vienes?

- Ya voy, ya voy. - Y salí con desgana.

 

Continuará…

Comparte este artículo

No hay comentarios

Deje su comentario

En respuesta a Some User