Me han preguntado últimamente ¿por qué he dejado de escribir? Respondo con preguntas: ¿para qué? ¿Enunciar lo obvio y recalcarlo a más no poder, repitiendo lo que todo el mundo sabe? ¿Desmenuzar la política internacional a la masa, cuando le importa un ápice la verdad y tan sólo está pendiente del desenlace novelesco que salpique desde la pantalla de su televisor sangre? ¿Denunciar la corrupción y la politiquería de la que todos son conscientes y forman parte del proceso? ¿Ser el primero en levantar el dedo acusador para que los demás lo sigan y después convertirse en el solitario chivo expiatorio si algo sale mal? ¿Para qué?
¿Para qué divertir la masa amorfa en la que se ha convertido la sociedad, arrojando revelaciones sabidas y conclusiones obvias, a sabiendas de que ello a nadie le importa y no traerá beneficio o cambio alguno? Es más: ¿para qué escribir, si el 95% del planeta ha olvidado cómo leer y del 5% restante, sólo el 2.5% conserva la capacidad de comprensión de lectura, no embrutecida e idiotizada por las miles de horas frente al generador de basura y bloqueador de lógica y sentido común denominado televisor?
¿Para qué buscar que la gente piense y se eduque, si el mismo ser humano prefiere el camino fácil: creer lo que le muestran y le dicen los manipuladores de información, los perfiladores del punto de vista y acomodadores del enfoque de la opinión pública, conocidos como “periodistas”?
Escribir hoy no es necesario. La letra ha muerto. Y con ella ha muerto la educación y la transmisión de la cultura e identidad social que definían a un grupo, una cultura, un ser humano… Lo sé muy bien. Tan sólo el mirar los “best sellers” que inundan las librerías hoy, hace pensar en una pobre imitación de los guiones de películas de Hollywood de los años cincuenta, burdamente adaptados a los formatos de novela y/o cuento.
¿Dónde están las palabras que evocan al romántico? ¿Dónde encuentro hoy escritos que me narren un paisaje? ¿Dónde busco entre los párrafos el susurro de una mariposa, el grito del silencio, el crecer del pasto, el color de unos ojos? ¿Qué libro me habla de costumbres, de héroes, de amor? ¿En dónde ha quedado la finura de las letras, cuando el autor se maravillaba como un niño con la Creación, con una hoja de roble, un camino de comarca o hasta el olor de una boñiga de vaca en el campo? ¿Qué ha sucedido?
Lo triste es que nadie parece notar que el romanticismo ha muerto, ahogado por el hedonismo, el materialismo y consumismo. El ser humano ha olvidado cómo leer y por lo tanto cómo pensar. Y si ha olvidado cómo pensar, entonces ha olvidado reconocer el bien del mal, lo correcto de lo erróneo. Si no sabe diferenciar lo básico…
Bueno…
Si Usted llegó al final de este artículo y sabe a lo que me refiero, todavía está vivo. Todavía no se ha convertido en un zombi, amante de la televisión y del pensamiento previamente digerido por los “sabios” comunicadores de la pantalla chica.
Abril 07 de 2011