Ese día en particular, como siempre estaba en un restaurante barato, engullendo aprisa los frijoles con carne molida, y viendo el noticiero del medio día. El noticiero emitía en ese momento un reportaje, acerca del aumento de la violencia infantil, en la ciudad de Medellín (Colombia).

Historias, de cierto modo escalofriantes, generaban un sentimiento de rechazo, además del obvio interrogante: ¿quién tiene la culpa?, cuando niños de ocho años, golpean de manera salvaje, en grupos de diez, a otro compañero, hasta dejarlo en cuidados intensivos, dentro de las aulas del colegio. Niñas de la misma edad, apuñaleando a sus compañeras. Casos de vandalismo juvenil, uno de los cuales terminó con la muerte de un bebé de once meses. Todo eso, acompañado de “dramatizados”, en las cuales otros niños fingían realizar las acciones antes narradas.

En seguida, el periodista que narraba la noticia, acudió a sicólogos, para determinar la causa del problema. Los distinguidos conocedores de la mente humana y el comportamiento infantil, se limitaban a encogerse de hombros y soltar monólogos esclarecedores: “La soledad del entorno en el desarrollo de los niños es la causa primordial en el cambio del comportamiento normal, el aumento de la necesidad del desfogue de la violencia, en medios que comparten la misma sensación”.

Después de tan necesaria, clara y precisa explicación, el reportero acudió a las fuentes oficiales, quienes también se limitan a encogerse de hombros y soltar monólogos esclarecedores: “Estamos creando un subcomité para investigar el proceso del aumento de la tasa del comportamiento infantil violento, en la población inferior a los diez años. Esperamos que pronto nos de una información positiva sobre la causa, para comenzar una estrategia de erradicación de la raíz del problema. La fuerza pública está sobre aviso y se ha propuesto un toque de queda, para llegar al fondo del asunto y combatir el aumento de la violencia”.

El periodista corta la señal del funcionario y ahora es un médico quien habla, reportando el estado de varios menores… Pero el tiempo está agotado y al médico lo cortan a media frase, así como al reportero, para pasar a temas más importantes, como los deportes y la farándula nacional e internacional.

Termina el noticiero (y yo con los frijoles) y comienza la novela de turno. En ella, hombres sin corazón traicionan, matan, mienten y torturan, por el control del tráfico de las drogas. La fuerza pública, que se les enfrenta, hace lo mismo. A todos los rodean mujeres esqueléticas, pero cumpliendo el estricto 90-60-90, de lenguaje violento y vulgar, vistiendo minifaldas que más parecen cinturones y adhiriéndose con lascivia a los “machos” de pelo en pecho y jerga de gorila en celo.

Me levanto y voy a pagar la cuenta. Mientras espero que me den el cambio, mi vista recorre el comedor. Y siento sorpresa y dolor, cuando veo a tres niños y una niña, aproximadamente entre los ocho y diez años, mirando boquiabiertos la novela.  Me pregunto si también vieron el noticiero.

Salgo a la calle, y veo a otros niños, imitando a los personajes de la novela. Veo a muchachos tratando a niñas, como sus héroes de la pantalla chica tratan a las mujeres. A niñas que ni siquiera tienen pechos, ciñéndose a los imitadores de macho latino, cual trusas deportivas. Veo a otros niños, lavando vidrios de los carros por unos pesos, a otros que piden limosna en los semáforos. A otros, que trabajan en la construcción, en diagonal al edificio de la Procuraduría General de la Nación, llevando ladrillo.

¿Quién tiene la culpa?, me pregunto. ¿Yo? ¡No! Soy demasiado bueno para ser culpable. Hago tantas cosas buenas…Deben ser otrosOtros son los responsables de que nuestros hijos hagan lo que hacen. Son otros, yo no.

Es la falta de educación. Es la falta de seguridad. Es la falta de plata. Es la culpa del gobierno. Es la culpa de la izquierda. Es la culpa de la derecha. Es la culpa de los del centro. Es la culpa del neoliberalismo. Es la culpa del capitalismo. Es la culpa del comunismo. Es la culpa de los políticos. Es la culpa de los hippies. Es la culpa de los terroristas. Es la culpa de los rusos. Es la culpa de los gringos. Es la culpa del Internet. Es la culpa de la televisión. Es la culpa de la economía…

Pero… ¿qué he hecho para remediarlo?

¿Pero, qué puede hacer una persona en contra de todo esto? Que otros se encarguen de ese problema… Yo no puedo… Dejemos así… Que se solucionará solito… Igual debe ser el comienzo del Apocalipsis… Eso está en la Biblia y lo dijo el Señor… Así que tengo las manos atadas… Que se haga la voluntad de Dios…

Pero es mí voluntad, no la de Dios. Yo soy el que escojo cerrar los ojos ante lo que ocurre. Yo soy el que pretendo ignorar lo que me rodea.

Temo decir la verdad, porque alguien poderoso se molestaría. Temo mostrar la verdad, porque ese alguien podría recompensarme con cincuenta gramos de plomo entre las cejas. Mejor me concentro en trabajar por un mísero sueldo, que me alcanza a pagar las cuentas del mes y me olvido del resto del mundo…

Que otro se preocupe por el mundo, y yo me preocuparé por mí.

Y después de esa conversación para entumecer mi conciencia y encerrar en su jaula el sentimiento de culpabilidad, regreso al trabajo.

NOTA DEL AUTOR: Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.

Septiembre 11 del 2008

 

Comparte este artículo

No hay comentarios

Deje su comentario

En respuesta a Some User