IV

Después de deliberar durante lo que parecieron horas, respecto a lo que haríamos, Miguel fue el que salió con la idea más lógica:

— Si Andrés está prisionero, estará en la tienda de Heitter. No creo que él sea tan estúpido como para dejarlo lejos de su vista.

— Y, ¿cómo pretendes llegar hasta ahí?

— Fácil, — dijo Miguel y la ya familiar sonrisa lobuna cruzó su rostro. — Caminando. — Se levantó y comenzó a avanzar al campamento enemigo.

— ¿Estás loco? — Siseé asustado y lo detuve agarrándolo del hombro. — ¿Quieres que nos maten? Algunos de esos hombres pueden reconocerte. Combatiste contra ellos.

— Tenía la armadura puesta y la cara tapada por el visor del casco. — Sonrió de nuevo. — Heitter no ha podido detectarnos y él es el único que nos conoce. Pero no te conoce a ti, Xillen.

Tenía la razón. Yo no pensé en esos detalles, con mi mente ocupada en Andrés. Miguel demostraba de nuevo sus capacidades de liderar los ataques suicida con los que se hizo famoso entre la soldadesca del castillo por sus locas salidas que nadie de cabeza fría o mente lógica se atrevería hacer. Y siempre salía victorioso. No lo pensé demasiado.

— ¿Qué dices, Xillen? — Miguel la miró de frente, casi con altivez, como si la desafiase a que le detuviese. — ¿Nos arriesgamos?

— Raro es el camino que nos propones, amigo mío. Más he de reconocer que este medio es el más apropiado. Para moverse en medio de la locura, se tiene que convertir en loco y para triunfar en donde todos pierden, hay que arriesgarlo todo con tal de vencer.

— ¿Qué? — Miguel se quedó mirándola, perplejo.

— Que sí, pendejo. — Le di un golpe en el hombro. — Muévase.

Y así no más, caminando como Pedro por su casa, entramos en el campamento enemigo.

A decir verdad, me desilusioné un poco. Esperaba ver a guerreros fornidos, hombres gigantescos con la llama de la maldad en sus ojos. Relamiéndose ante la perspectiva de la sangre.

En cambio, me encontré con los mismos hombres que defendían el castillo. Personas agotadas por las constantes luchas, ojos hundidos en las cuencas y la desesperación pintada en sus rostros. Se reunían alrededor de las fogatas y entre las frases que nos traía el viento reconocíamos los lamentos por los compañeros caídos y la misma pregunta que nos hacíamos nosotros: ¿Cuándo acabará esta locura?

Estábamos a menos de cien metros de la tienda principal, cuando frases inconexas me pusieron en alerta y agarré el hombro de Miguel para indicarle que se detuviera. Nos acercamos a una fogata rodeada por un grupo de hombres mal vestidos, que conversaban en voz queda de un tema que me interesó de sobremanera.

— No sé ustedes, pero lo que es yo, tengo que hacer algo. — Decía un hombre de unos veinticinco años, expresando con sus manos lo que no lograban sus palabras. — Eliminó como si nada a nuestros amigos. — Su tono de voz, a pesar de hablar en susurro, envolvía a los que lo escuchaban. — Tu padre era uno de ellos, Perlis. Tu mejor amigo fue empalado, William. — Los aludidos asintieron funestamente. — Todos los que estamos aquí perdimos a alguien. No fue muerto en un campo de batalla, con el honor que esto trae para la familia. ¡No! Fue asesinado por su propio jefe, después de derramar sangre por él. Después de darlo todo. ¡Tenemos que vengar la muerte de nuestros amigos! Sus espíritus vagan en el limbo clamando venganza contra este acto. Nosotros somos las espadas que ellos no pueden empuñar. ¡Tenemos que vengarlos!

La conversación comenzó a subir de tono, alimentada por las fogosas palabras del joven. Le indiqué a Miguel y Xillen que nos alejáramos.

— Después de todo, era verdad lo que me dijeron los mensajeros. — Susurré. — También dijeron que hubo una revuelta y que muchos generales fueron eliminados. — Miré a Miguel con intención.

— Heitter es un estúpido. — Sonrió Miguel. — Está eliminando a sus propios aliados. Parece que sus ideas no son del todo compartidas.

— No es sólo eso, amigos míos. — Dijo Xillen. — Aquellos generales asesinados por nuestro enemigo común, bien serían guardianes que estaban unidos a Heitter por la causa misma, más no por los procedimientos.

— Si eso es así, — dije mientras retomaba el camino a la tienda de Heitter, — lo más probable es que Andrés siga vivo. Heitter estará loco, pero no es un estúpido, — miré a Miguel, tratando de que entendiera mis palabras. — Es probable que quiera utilizarlo como rehén. Además, no creo que sea capaz de asesinarlo a sangre fría. Al fin y al cabo eran amigos. Una cosa es en combate y otra tenerlo prisionero...

Lo último era más dirigido a mí que a mis compañeros. Trataba de tranquilizarme. Si Heitter fue capaz de hacer semejantes purgas entre sus tropas, cabía esperar cualquier cosa de él.

— Tenemos que apresurarnos. — Dije y apreté el paso.

La gran tienda estaba rodeada por una empalizada bien construida y torres de madera, en las cuales dos arqueros observaban vigilantes la plaza. Sólo se entraba por una puerta de madera, que era flanqueada por un grupo de caballeros. Más adelante, frente a la entrada de la tienda, habían diseminadas otras, más pequeñas, que con seguridad pertenecían a la guardia personal de Heitter. En medio del camino que se extendía entre la puerta de madera y la entrada a la tienda, se levantaba una plataforma cubierta de sangre. Sobresalían en su parte posterior diez palos puntiagudos y un tronco ancho y pequeño en la mitad. Era el territorio del verdugo. Imaginé en ese momento a todos los hombres inmolados en ese altar al egoísmo y no pude más que hacer causa justa con los conspiradores que sorprendimos en medio de la noche, al lado de la fogata.

Nos detuvimos frente a la puerta de madera, cubiertos por las sombras y detrás de una tienda, tratando de pasar desapercibidos y a la vez planear la forma de entrar en aquella pequeña fortaleza.

Entrar como penetramos en el campamento, quedaba descartado; también  escalar uno de los muros. Después de llegar hasta ahí, nos encontrábamos estancados. De repente, en medio de la oscuridad, detectamos cierto movimiento frente a la plataforma y diez antorchas se prendieron al mismo tiempo, alumbrando el macabro escenario, terreno exclusivo de la muerte, resaltando lúgubremente el color de la sangre reseca y lanzando sombras malignas sobre las estacas, cuya punta comenzó a semejar dedos gigantescos que apuntaban hacia el cielo, tratando de abarcarlo en su totalidad.

Los hombres, como movidos por una orden silenciosa, comenzaron a acercarse al lugar de las ejecuciones. Nosotros, aprovechando la oportunidad, nos mezclamos con la muchedumbre, pero no alcanzamos a atravesar la puerta, puesto que los hombres se detenían ante la plataforma, represando el camino. Al parecer, todo el campamento se había reunido.

Cuando el movimiento se detuvo, se escuchó el sonido de un tambor y la piel que cubría la entrada de la gigantesca tienda se movió y Heitter, el odiado Heitter, apareció, seguido por siete personas más, ataviados con trajes fastuosos, como si fuesen a un desfile.

— ¡No lo puedo creer! — Me susurró Miguel con fuerza en el oído. — Sólo quedan siete. ¡Es un idiota si asesinó a los demás!

— Un idiota que sabe ganarse la obediencia de sus tropas, — le respondí entre dientes. — Por más que replican por lo bajo, nadie se atreve hacer nada. Los domina por el miedo y es la peor forma de dominación, de las más eficaces.

Miguel asintió con ferocidad. Xillen miraba la escena impasible, y a pesar de que en su interior luchaba con un sinfín de sentimientos, su cara era imparcial. No traslucía emoción alguna.

Heitter subió a la plataforma, seguido por sus generales y un hombre que llevaba en sus manos un hacha de guerra de proporciones gigantescas. Ese hombre era el verdugo. Al llegar hasta el tronco, clavó el hacha en éste, con una fuerza estremecedora. Un guerrero que estaba a mi lado, susurró a su compañero, sin que yo evitara escucharle:

— ¿Quién será? Creo que ya eliminó a todos.

— No lo sé, — respondió el aludido.

En ese momento Heitter hizo una señal con la mano y en seguida dos hombres ataviados con todas las armas, subieron a un hombre, cubierto tan sólo por una camisa destrozada, que en otras épocas sería blanca. Su cara, convertida en un único manchón rojo, destacaba con intensidad, ocultando los moretones y quemaduras en el resto de su cuerpo. Estaba parado de costado hacia nosotros y percibí que tendría algunas costillas rotas, por el modo como la piel se abultaba en esa zona. Rastros de latigazos cubrían el cuerpo y se alcanzaba a distinguir el color negruzco de las plantas de los pies, chamuscadas seguramente cuando lo torturaban. No obstante el dolor que sentía, este hombre se mantenía firme sobre las piernas y tan sólo el temblor que lo sacudía de vez en cuando, demostraba lo debilitado que se encontraba su cuerpo. No estaba maniatado, lo que subrayaba el estado de debilitamiento, y la confianza de los verdugos de cumplir cabalmente su labor.

En ese momento, uno de los soldados que lo llevaban a la plataforma le dio un empujón excesivo, obligándolo a trastabillar. El hombre lanzó sus brazos hacia delante con la intención de suavizar la caída y en ese instante, el mundo pareció eclipsarse en un sólo manchón negro, y con la vista fija en el muñón derecho recién cicatrizado, un grito de horror atravesado en medio de la garganta, el corazón reducido a cenizas y ambas manos sujetando la espada con tal fuerza que perdí la sensibilidad en ambas, reconocí a Andrés.

Mi primera intención fue la de correr a ayudarle, pero Miguel me retuvo por la fuerza y de alguna parte, del otro lado del Universo, escuché su voz estrangulada por el dolor que contenía una furia inenarrable:

— ¡Quieto! — Y me dio un bofetón que casi me hace caer de espaldas.

Por más extraño que parezca, le obedecí casi instantáneamente, gracias al entrenamiento obtenido durante décadas de continuos enfrentamientos. Lancé una mirada rápida a Xillen: tenía ambas manos en forma de puño sobre la boca, tratando de contener un grito. Tomé una de sus manos entre las mías y la apreté con fuerza.

— ¡Miguel, Enrique! — La voz de Heitter nos obligó a respingar. — Sé que están aquí. Los siento. Los huelo. No los puedo ubicar, pero sé que están aquí.

Ante estas palabras, quedamos helados. Fuimos realmente estúpidos al confiar en nuestra buena suerte para entrar al campamento enemigo. Al parecer estábamos a punto de pagar muy caro aquella insensatez.

— Si quieren que Andrés viva, vengan aquí. Los conmino como guardianes que son a que se presenten ante mí. — Heitter sonaba como un loco y su misma cara demostraba que le faltaba poco para perder la chaveta en su totalidad. Más ante la palabra “guardianes”, la turba comenzó a agitarse  y sentía como miles de ojos se atravesaban mutuamente, queriendo identificarnos.

— Si tienen una pizca de respeto por Andrés, quiero que suban aquí. — Insistía Heitter, desde la tarima.

Permanecimos tiesos, como envueltos en una coraza de piedra que restringía nuestra visión y demás sentidos, cubriéndolo todo por una espesa niebla. Los movimientos eran ahora en cámara lenta y el pensamiento viajaba a la velocidad de la luz, llevando la misma pregunta sin ningún destino: ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Heitter esperó durante unos instantes alguna respuesta desde la multitud, pero entre esta reinaba una tensa calma. Al ver que ninguno aparecíamos, hizo una señal a los dos hombres que mantenían sujeto a Andrés y estos lo empujaron hacía el tronco, donde el verdugo dejó clavada su hacha. Vi que Andrés intentaba forcejear con sus custodios, pero estaba muy debilitado y estos lo obligaron a ponerse de rodillas y, a la fuerza, apoyaron su cabeza contra el tronco. En ese momento, en un último esfuerzo por sobrevivir, Andrés pateó a uno de los hombres. La patada, aunque desprovista de fuerza, fue una sorpresa y el hombre cayó de bruces, permitiendo cierta libertad a nuestro amigo. Andrés se levantó y antes de que el compañero del caído saliera de su asombro, lo golpeó con todas las fuerzas que le quedaban en el rostro, mandándolo contra el verdugo.

La multitud soltó un bufido grandioso, como si inconscientemente animara a aquel desdichado a luchar por su sobrevivencia. Heitter corrió hacia él y antes de que Andrés le hiciera frente, lo golpeó con su bastón en la cabeza. Andrés se derrumbó de inmediato.

En ese momento, como en un sueño, escuché el alarido de Miguel:

— ¡¡¡Noooooooooooo!!!

Y, empuñando la espada con ambas manos, se lanzó hacia el podio, causando muerte y destrucción a su paso. Lo seguí ciego por la ira, con la intención de causar el mayor daño posible, de liberar a Andrés a cualquier costa y, de ser necesario, morir al lado de él.

La turba se movió agitada y el entrechocar del acero y los alaridos provocaron la atención inmediata de Heitter.

— ¡Ahí están! — Gritó eufórico. — ¡Mátenlos!

Intentábamos llegar al podio y rescatar a Andrés, más no era sencillo y cuando ya estaba dispuesto a la muerte, cuando estaba resignado a la eliminación, escuché una orden furiosa:

— ¡Perlis, William. Hay que protegerlos a toda costa!

Y la respuesta:

— ¡Hombres, la hora de la venganza ha llegado!

Y la multitud que se partía en dos, como si un dios la cortase con un cuchillo.

Como en un sueño teñido de rojo y cubierto de una niebla espesa e impenetrable, vi a Heitter correr hacia el hacha. Redoblé mis esfuerzos para llegar al podio, intentando evitar lo inevitable. Vi como intentaba sacar el hacha, mientras Miguel hacía picadillo a un hombre que se había atravesado. Vi como Heitter lograba su objetivo, mientras Xillen me cubría con su escudo y luego caía al suelo, proyectada por la fuerza del golpe. Vi como Heitter levantaba el arma, mientras Miguel se apresuraba a ayudar a Xillen y yo le cortaba la cabeza de un tajo a  alguien que se atravesó en mi camino. Vi como Heitter buscaba mi mirada entre la multitud y como nuestros ojos se enfrentaban, y la sonrisa de satisfacción que cruzaba por su rostro mientras proyectaba el arma contra Andrés...

Lo demás no lo recuerdo con claridad. La sangre y los combatientes me rodeaban por doquier. Había muerte y lucha por todas partes y yo estaba parado en medio de ese horror, protegido por los incansables Miguel y Xillen, parado sin fe ni esperanza, sin creer todavía lo visto. Sin que la idea pudiese entrar en mi terca cabeza y comprender de una vez por todas que Andrés estaba muerto y aquel que lo asesinó a sangre fría, no era otro más que uno de sus más viejos amigos de la infancia: Heitter.

Y cuando la idea por fin logró acomodarse en mi cabeza y entendí que lo presenciado fue una espantosa y cruel realidad, aullé de impotencia y de dolor, aullé como si ante mis ojos asesinaron mi sentido de la vida y, ciego por la furia, avancé hacia el podio, buscando a Heitter. No me molestaba en usar la espada para abrirme camino, con la mano apartaba a los combatientes y avanzaba implacablemente hacia el podio. Sentí un golpe en el costado y vi el mango de un puñal que sobresalía y la mirada de miedo del hombre que todavía lo empuñaba. Lo descabecé con la misma indiferencia y facilidad, con la que alguien corta una calabaza. Seguí avanzando y Heitter, como si presintiera que la hora de la verdad llegó, se lanzó de lleno al combate y enseguida vi que la túnica que cubría su espalda se teñía con una línea roja. El regalo de Miguel no había sanado aún.

Las voces roncas de mis amigos me advertían sobre algo, gritaban eufóricos palabras que no llegaban hasta mi cerebro, enfocado únicamente en la figura de Heitter. Avanzaba, arrastrando la espada, que de un momento a otro se hizo pesada. De repente sentí un empujón en el hombro derecho y con cierto estupor y sorpresa vi como una flecha sobresalía entre la carne. La arranqué con indiferencia, cambié de mano la espada, pero en ese momento, sentí como si el mundo entero cayera sobre mi espalda y todo lo envolvió la oscuridad.

Y lo último que vi, fue a Heitter, acercándose veloz a mí, empuñando todavía el hacha, con la boca abierta en una sonrisa franca y alegre...

Comparte este artículo

No hay comentarios

Deje su comentario

En respuesta a Some User