II

No puedo decir que el amanecer nos trajera alegría. El peligro que representaban las huestes de Heitter seguía ahí y la debilidad de mis amigos y los soldados, defensores del castillo, se sentía visiblemente. Además, la desaparición de Andrés y el misterio de su paradero ocupaban buena parte de mis ideas y obstaculizaban los planes de un  ataque frontal.

El no saber si era prisionero, limitaba nuestras posibilidades de movimiento. Heitter bien podría utilizarlo como rehén. Si, en cambio, Andrés estuviera muerto y nosotros tendríamos pruebas de ello, por más siniestro que suene, nuestros movimientos serían más fáciles. Dirigiría un ataque en este mismo instante, con la seguridad de una victoria.

Xillen y Miguel todavía dormían. Di órdenes expresas de no despertarlos. Así mismo, los defensores del castillo descansaban todavía. Los refuerzos nos encargamos de hacer la guardia esa noche. Durante el día, el ejército enemigo no dio muestras de vida, así que nos dedicamos a sanar nuestras heridas. Por lo visto, Heitter tramaba algo, pero a decir verdad, en este momento no me importaba.

Envié un par de espías al campamento enemigo. Necesitaba sondear el estado de ánimo de las fuerzas de Heitter y de paso averiguar algo de Andrés.

Ya era de noche y comenzaba a preocuparme por los exploradores, cuando se encendieron dos teas en la torre de la entrada. Quería decir que ambos regresaban sanos y salvos. Esperé en la sala de siempre a que llegaran. No me preocupaba tanto el estado del ejército de Heitter, como la suerte de Andrés.

Esperé, impaciente.

Entraron los dos, seguidos por un viejo caballero quién fue a su vez mi guía y ayuda cuando encontré por fin el ansiado ejército. Querían saludar, pero se los impedí con un ademán:

— ¿Qué noticias traen?

— Mi señor, — comenzó el más viejo de ellos. — Llegamos al campamento enemigo sorteando grandes peligros, más Dios estuvo a nuestro lado y logramos pasar por uno más de su ejército...

— Sí, sí... — Yo estaba impaciente.

— El ejército se encuentra agotado, mi señor. — El más joven tomó la palabra. — Los hombres desanimados, ¡y con razón! No han capturado un castillo en tanto tiempo, contando con una fuerza superior. En algunos casos se escuchan fuertes gritos de protesta, algunos ya han comenzado a pedir la cabeza de su jefe. — El muchacho hizo una mueca a modo de sonrisa amarga y prosiguió, — aunque hay que decir que estos cabecillas fueron inmolados en son del orden, más sus ideas echaron raíces en las mentes de quiénes los escuchan...

— Bien. Me agrada escuchar estas noticias, — decidí contenerme y enfocarme en el problema principal. — ¿Cuán grande es ahora el ejército al que nos enfrentamos?

— Mi señor, te tenemos otra agradable noticia, — el viejo volvió a tomar la palabra, sonriendo, — muchos de los inmolados fueron generales y sus ejércitos o se unieron al que llaman Heitter, o también fueron castigados de la misma manera que sus señores. Se dice que el tal Heitter está encolerizado y castiga con la muerte a aquellos que osan oponérsele tanto en acción como en pensamiento. El bosque mismo es testigo de ello. Se ven muchas sombras por la noche, sombras de hombres que huyen del campamento enemigo, quienes sintieron que la justicia de Dios se ciñe sobre ellos como una espada.

— ¡Estupendo! Nuestras posibilidades aumentan cada vez más y más…

— Pero esto no es todo, mi señor. — Ahora la cara del viejo se tornó seria. — También te tenemos noticias que son tan amargas como alentadoras...

— ¿Andrés? — Pregunté esperanzado.

— Sí, mi señor. No es firme esta noticia, porque no lo hemos visto, pero se rumorea que el tal Heitter capturó a un señor bastante importante. Se dice que lo quiere utilizar para salir del campo de batalla.

— ¿Quién les dijo esto?

— Un hombre que cobijamos por la noche al lado de nuestra fogata. Huía de una muerte segura, como así él llamó su motivo.

Me quedé pensando en las palabras del viejo. Ninguno de los exploradores vio personalmente a Andrés y la información obtenida era de segunda mano. Podría ser verdad, estaba casi seguro de ello, pero también tenía que pensar que Heitter fomentaría los rumores. Andrés podía morir en el encuentro, pero Heitter ocultó o enterró su cuerpo para dejarnos con las dudas...

— Hm... — Dietrich, el viejo caballero, se aclaró la garganta con intensión. Los exploradores seguían esperando.

— Sus servicios han sido de gran ayuda. Pueden retirarse.

Los dos hombres se fueron. Tan sólo Dietrich se quedó a mi lado.

— ¿Les indicaste ese tono florido con el que me hablaron? — Pregunté sonriendo. No era común que dos hombres que a toda vista eran campesinos, hablaran con semejante léxico.

Dietrich se limitó a esconder una sonrisa de satisfacción entre sus bigotes. Se acercó a la mesa y tomó asiento a mi lado.

— ¿Qué piensas hacer?

— ¿La verdad? No lo sé. Sé que la moral del ejército enemigo está en el sótano. Sé que si atacamos mañana, los reduciremos a polvo. Sé que la victoria está asegurada para mañana... — Hice una pausa.

— ¿Pero?

— Pero no quiero arriesgar a Andrés. — Dije sin más.

Dietrich no respondió durante largo rato. Mientras que yo mantenía una lucha interna conmigo, él se limitaba a sacar y meter su espada de la vaina. Era una pieza única. Según él, esta espada se la regaló un rey bastante famoso al defender él, el honor de la reina.

— Hay que atacar. — Su voz me sacó del pozo de mis pensamientos. — Si no lo hacemos, se recuperarán. Heitter ya impuso una mano de hierro. Todavía hay resentimiento por las ejecuciones, pero pronto olvidarán, tan pronto Heitter les aumente la paga. Cualquier cosa surgiría para unirlos de nuevo en nuestra contra y desperdiciaremos una buena oportunidad para ganar.

— Pero...

— Nada de peros, — él no me dejó terminar. — Andrés puede estar muerto en este momento y, así esté vivo, se encuentra en manos enemigas. Tienes que escoger: la vida de él, o la de nosotros.

No respondí. Dietrich tenía razón. Estaba arriesgando todo y a todos por un estúpido sentimentalismo. La decisión radicaba en escoger, hablando como un general, entre la suerte de un hombre o todo el ejército.

— Prepara a los hombres para mañana. — Dije y sentí como si enterrara una espina en mi corazón. — Mañana será el día.

Dietrich no respondió, pero colocó su mano en mi hombro y ese contacto paternal me reanimó un poco. Luego, se ciñó el guantelete y salió. Antes de que la puerta se cerrara, escuché el tono falsete de su voz llamando a sus hombres.

Yo también me levanté.

Tenía cosas urgentes por hacer.

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