II

La mañana era gris. Llovió durante toda la noche y todavía el agua resbalaba, ora lenta, ora demasiado rápido por los cristales de las ventanas que daban a mi habitación. Un frío intenso se colaba por la ventana medio abierta, junto con unas cuantas gotas de agua, que alcanzaron formar un charco sobre la alfombra. Miré el reloj y no con sorpresa me di cuenta que ya era mucho más del medio día. Después de todo, la noche anterior llegué a la casa a las cinco de la mañana. Luego de desperezarme, tomar un baño y cepillarme los dientes, encontré que la casa estaba sola. Eso quería decir que mi familia salió a almorzar a algún restaurante.

Me preparé unos huevos batidos y los comí, acompañados de unos pedazos de pan rancio y un vaso de agua, porque la leche estaba pasada. Llamé a mis amigos para informarme si algo nuevo sucedió respecto al estado de salud de Andrés, pero ninguno de ellos se encontraba en casa. Ignoré el detalle y, después de pensar un poco qué hacer, decidí probar suerte en la casa de los padres de Andrés, esperando que regresaran del hospital. Desgraciadamente, no recordaba el número marcado ayer y, al lanzar una mirada sobre mi poco ordenada habitación, decidí no perder tiempo y esfuerzo en buscar mi libreta de teléfonos. Lo mejor sería ir a la casa de ellos y preguntarlo personalmente.

 


 

 

El camino se encontraba en pésimo estado. La constante lluvia inundó completamente la avenida por la que transitaba. El menoscabado mantenimiento del sistema de alcantarillado de la ciudad saltaba a la vista, acompañado siempre por el constante lamento del sistema de amortiguación de mi auto, gracias a la cantidad de baches y huecos en el pavimento, semiocultos por el agua. A medida que avanzaba, más me daba cuenta que seguir adelante sería una locura, ya que el agua alcanzaba un nivel bastante alto y temía quedar varado en medio de semejante laguna. Detuve el carro y apagué el motor con un movimiento reflejo. Los pitidos de protesta de los demás conductores no se hicieron esperar. Unos cuantos, demostrando su nivel de estúpida soberbia, lanzaron sus Mazdas y Mercedes a través del charco y, poco antes de superar la parte más profunda, se vararon. El agua comenzó a entrar lentamente en sus cabinas y, divertido, me pregunté cuanto costaría limpiar y secar todos los asientos del interior de los carísimos automóviles. Sin embargo, la diversión duró poco al ver que el agua seguía subiendo, inexorablemente. Alarmado, encendí de nuevo el motor e intenté retroceder, pero al ver por el retrovisor, desistí con un brusco frenazo. El conductor que se encontraba detrás de mí no respetó los tres metros reglamentarios de espacio. Desesperado, con la sola idea en mi cabeza de no permitir por ningún motivo que mi auto sufriera la suerte de los que se encontraban delante, me lancé al andén. Golpee el rin derecho con fuerza y sentí como se doblaba. Los neumáticos patinaron lanzando barro a chorro. Frené y lo intenté de nuevo. Esta vez tuve más suerte, y por fin el auto se montó encima del andén. Sin detenerme, lo bajé a la paralela y me desvié por la primera calle que encontré. Comencé a conducir sin rumbo fijo. No conocía el barrio en el que me encontraba y no sabía cuales eran las salidas apropiadas. De pronto, un joven se atravesó frente a mí, obligándome a frenar bruscamente. Pero el auto no frenó. Siguió avanzando y el joven, en lugar de acelerar el paso para evitar ser atropellado, se detuvo justo en la trayectoria del carro, que en ese momento dejó de ser un aparato diseñado para ayudar al hombre en su transporte, convirtiéndose una máquina asesina. El muchacho comenzó a sonreír. Sentí un gran vacío en el estómago, como el que produce una larga caída. Mi pie hacía un enorme esfuerzo inútil sobre el pedal del medio y mis manos intentaban con desesperación desviar la trayectoria del carro utilizando el timón, también sin ningún fruto, y mientras tanto, mi mente ya se deleitaba con las imágenes del joven siendo arroyado. Instintivamente, cerré los ojos esperando el golpe y de repente, como por obra de magia, el carro se detuvo. Abrí los ojos y lo que vi, obligó a mi mandíbula a abrirse un poco más de lo que la articulación permitía. El joven seguía parado frente el automóvil. Éste se detuvo a escasos cinco centímetros de su cuerpo y, el muy cínico, se estaba riendo con descaro. Levantó su mano derecha y, después de cerrar el puño, levantó en único gesto, representando todo su ser, el dedo del medio. De la inmovilidad y sorpresa, pasé a la indignación y rápidamente al estado de furia. Cuando me estaba disponiendo a bajar del carro para enseñarle a ese mal nacido los diez mandamientos puño a puño, abruptamente dejó de reír y, como si nada ocurriera, siguió su camino. Refunfuñando y lanzando uno que otro juramento, emprendí de nuevo mi camino, encontrando de una vez por todas, la salida de ese barrio.

Poco después olvidé la experiencia y me concentré en llegar a la casa de Andrés.

 


 

 

Después de perder una hora, tratando de encontrar una salida de ese barrio, por fin di con una de las vías principales de la ciudad, que no estaba inundada. Y llegué a la casa de los padres de Andrés sin inconvenientes. Antes de tocar el timbre, dudé. ¿Cómo me recibirían, sabiendo que yo soy, más o menos, culpable de la puñalada que recibió su hijo? Sin embargo, deseché esa idea rápidamente y presioné con decisión el botón. La puerta se abrió casi enseguida. El padre de Andrés, radiante, me dio la bienvenida. Me informó que el estado de su hijo estaba progresando y que, a más tardar, esa misma semana, lo darían de alta en el hospital.

— Afortunadamente la puñalada, aunque fue profunda, no hizo mayor daño. — Terminó con la frase modificada, que dijo el médico la noche anterior. Calló un momento. — ¿Tú pagaste el ingreso de Andrés a emergencias? — Esa era una pregunta que yo no esperaba.

— Sí, señor.

— No sé como agradecerte lo que hiciste. Gracias a ti, mi hijo se encuentra vivo, en un hospital de buena categoría y además... — dejó la frase en suspenso por un momento. —...Además regresará a casa.

Me sentía anonadado y al mismo tiempo feliz por el hecho de que por fin la vida de Andrés volvía a encarrilarse.

— Me alegro mucho, don Andrés. En verdad, me alegro mucho.

— Pues bien, el lunes quiero que vuelvas a pasar por acá, para cancelarte el costo de la hospitalización. — Traté de negarlo, pero él, levantando una mano, me lo impidió. — El seguro médico cubrirá todos los gastos, así que es mejor que me hagas caso y recojas tu plata. Al fin y al cabo, sé que a los veinte y pucho de años, el dinero no se consigue tan fácil. De hecho, a cualquier edad es difícil conseguirlo. — La última frase fue dirigida más que todo a él mismo.

Un rato más tarde, me despedí de mi anfitrión y me dirigí a la casa de Miguel. Esperaba que el tiempo perdido en el embotellamiento y durante la conversación con el padre de Andrés, Miguel regresara. No me equivocaba. Nos saludamos como de costumbre y, sin más, me dirigí al grano.

— ¿Cuándo vamos a volver con el psicólogo?

Miguel sacó a relucir su acostumbrada sonrisa, cargada de sarcasmo.

— ¿Mucho afán? Lo ideal, sería esperar a que Andrés se recuperara para ir los cinco. Sin embargo, la recuperación es larga y sólo Dios sabe cuando podrá salir, durante largo rato, sin que se lo impidan los médicos. Así que lo mejor es que sigamos con lo programado y lo mantengamos al tanto de las cosas. ¿Qué le parece?

— Me parece perfecto. Tenemos que avisar a los demás.

El resto de la tarde, lo invertimos en preparar una nueva aventura de dungeons.

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