El encuentro

Era improbable que nos encontráramos de nuevo, y mucho menos aquí. Pensé que era algo inconcebible, imposible, irrealizable. Después de todo lo convenido. Cuando recibí esa llamada, en un principio no reconocí la voz, oí el nombre y no pude recordarlo. Hasta que mencionaste La Tierra. Aquella Tierra inolvidable, que todavía, luego de transcurrir veinte años, no me deja conciliar el sueño. Cada vez que cierro los ojos, horrores inimaginables ingresan de la oscuridad y actúan en el escenario de mi mente, llevándome a un abismo que me aferra al borde de la locura. En las noches me descubro con el sudor ahogando cada uno de los poros de mi piel, mientras mi garganta lucha por desalojar el terror de un sueño con un grito que muere en la incapacidad de mi conciencia.

Y ahora nos encontramos de nuevo, en la misma taberna que antes, sentados frente a la botella de trago, mirándonos a los ojos, cada uno esperando a que el otro comience a hablar. Un raro aire se respira en el ambiente. El humo de los cigarrillos se acumula alrededor de la lámpara, la cual — por cierto — no alumbra demasiado. Mejor. No quisiera que alguien viera la cara de muerto viviente que tengo en este momento. Estoy pálido como un cadáver. Te miro y no entiendo como llegamos de nuevo aquí. Es increíble que esta situación se repitiera. Todo estaba previsto, todo menos esto. Y ahora te veo y no sé que decir. Ninguna idea logra formarse en ese hervidero que tengo por cabeza. Entonces te paras, las manos en los bolsillos,  y comienzas a hablar. Al principio no logro entender lo que dices, el terror no me deja entender el significado de las frases que salen de tu boca como serpientes venenosas. Me miras y afortunadamente entiendes el estado en el que me encuentro y me das un momento de respiro. Me sirvo un trago doble de vodka y me lo tomo de un golpe. Trato de encender otro cigarrillo con manos temblorosas, intento con un fósforo, pero se apaga. Una luz me ilumina la cara y veo que me ofreces tu encendedor. Aspiro profundamente el humo y cierro los ojos. Entonces comienzas a hablar de nuevo. Tus palabras abren puertas herrumbradas en mi cabeza, poco a poco comienzo a entender lo que dices. Y los recuerdos, que eran sólo vagas formas terroríficas que no me permitían dormir bien, toman dimensiones desproporcionadas y afluyen en tal cantidad que terminan por aterrorizarme e infundirme más miedo. Paras de hablar, me miras con firmeza en los ojos y me dices la frase que no quería escuchar en toda mi vida:

— Tenemos que regresar.

— ¿Tenemos? — Trato que mi voz se mantenga normal, pero al final de la palabra, sube en un desesperado y desafinado crescendo y se corta abruptamente. Tomo aliento y lo intento de nuevo. — Yo no tengo ninguna obligación en ir de nuevo. Ni siquiera lo voy a pensar. ¡Mi respuesta es no, No, NO!

Me miras fieramente, pero no dices nada para convencerme. Ni siquiera lo intentas y eso me asusta. No eras así. Entonces sí está pasando de nuevo, ahora estoy seguro. Pero no quiero, no quiero, no quiero...

— Entonces iré solo. — Me miras con firmeza, pero tus ojos parecen asustados y totalmente perdidos. — El que está ahí, es mi hermano. — Me atraganto de horror, pero no levanto los ojos. Si lo hago, me rendiré. Después de un pequeño silencio, continúas: — Fuimos quince guardianes. Ahora quedamos dos. — Tus ojos se clavan en los míos. — Tú y yo.

En el momento que me miras, pierdo el control. Me enfurezco. La mesa salta por los aires, te agarro por las solapas de tu chaqueta deportiva, y te atraigo a mí:

— ¿Quién fue el desgraciado que lo inició de nuevo?

Callas y al mirarte, no sin sorpresa y con horror, entiendo que fuiste tú. Te suelto y busco lentamente el asiento. Aparto al mesero que acude en tu ayuda, pensando que estoy borracho y voy a iniciar una pelea. Le digo que estoy bien, que no pasa nada, pero no es así. ¡Maldita sea! ¡No es así!

— Tenía que visitarla. No podía vivir tranquilo sin saber si estaba bien.

— ¡Idiota! ¡Si nosotros arriesgamos nuestros pellejos para que estuviera bien! Millones arriesgaron sus vidas y miles la perdieron. Ella también arriesgó la suya, como todos... Tenía que estar bien...

— ¡Y lo estaba! ¡Maldición, lo estaba! Yo fui con Jorge para verla, no más. Estaba bien. Ella me contó que todo estaba bien desde que nosotros nos fuimos. Cuando Jorge y yo nos íbamos, fue que todo se vino abajo.

Lentamente, en mi mente empieza a formarse una idea, una idea que al principio deshecho, porque la considero imposible, pero los hechos saltan a la vista.

— Tú fuiste el que lo causaste. ¡Rompiste el equilibrio!

Me miras, al principio sin comprender. Después, poco a poco comienzas a entender lo que digo y tus ojos se abren más y más. Las rodillas te fallan y te dejas caer como un fardo viejo en el asiento.

— ¿Qué fue lo que pasó? — Te pregunto cansadamente y comprendo que no estás en condiciones de responder. No todavía, pero lo estarás, lo dirás.

Así, pasan varios minutos en los cuales alcanzo a fumar dos cigarrillos, prendiéndolos uno directamente del otro. Tú, tomas vodka como desesperado, intentando ahogar en el alcohol la preocupación por tu hermano, tu vergüenza y aun más, que todavía no ha sucedido, pero sucederá. La culpa de las muertes, de las miles de muertes de las que serás responsable si volvió a empezar. Millones de almas perdidas por nada, sin saber, sin poder predecir si tu alma o la mía será una de aquellas perdidas para siempre en la oscuridad...

— ¿Recuerdas como se inició? Es decir, — añado precipitadamente — cómo empezó cuando fuimos los quince.

— No fuimos los quince. Nosotros llegamos después. Después de los otros diez. Ellos ya estaban atrapados ahí. Y nosotros los seguimos como estúpidos borregos. ¡MALDICIÓN!

Ese grito me desgarra el alma y en ese momento recuerdo. Lo recuerdo como si pasara ayer y no hace veinte años. Como si dentro de mi cabeza se encendiera una gigantesca pantalla y comenzara a transmitir una película de horror, una película que se titulaba...

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