IV

Los tres días pasaron en un abrir y cerrar de ojos. No era tanto el descanso lo que necesitábamos, como el alejarnos de Camilo y sus constantes provocaciones. No puedo decir que Miguel o yo fuéramos santos, pero no buscábamos el enfrentamiento como él. Descansamos paseando por el pueblo y sus alrededores. Al día siguiente de lo acontecido en la taberna, Miguel me acompañó a la tumba de Andrés. En un principio, se detuvo frente a la lápida taciturno y cabizbajo, sin decir una sola palabra. A medida que pasaba el tiempo, su rostro comenzó a serenarse poco a poco y las emociones negras y pesadas que aprisionaban su alma lo abandonaron al ser reemplazadas por otras buenas. Al salir del cementerio, comprendí que Miguel estaba en paz con Andrés y consigo mismo. El tiempo de luto terminó para él.

La reunión con Camilo en el castillo fue productiva. Después de mucho renegar y buscar el tercer ojo al tuerto, por fin aceptó la propuesta, con una pequeña enmienda: no quitarle los guardaespaldas a Heitter. Insistió que al fin y al cabo era un guardián y además de eso, uno de los "mejores"; si nosotros le quitábamos los guardaespaldas, era como si lo mandásemos a una muerte segura.

Me pregunté en ese momento cómo sobrevivimos sin guardaespaldas. Pero ya estábamos tan cansados de esas inútiles discusiones, que accedimos de buena gana, con tal de acabar con esto. Camilo salió con la suya, pero eso ya no importaba.

Al otro día nos esperaban los Maestros y demás guardianes, incluyendo a Xillen. Camilo fue el encargado de transmitir nuestra decisión a todos y, afortunadamente, estuvieron de acuerdo, aunque vi que la idea no agradó del todo a los Maestros. Sin embargo, aceptaron nuestra decisión, sin inmutarse.

La tregua por fin terminó y sólo quedaba esperar a que Heitter regresara. Además, la gente del pueblo por fin volvía a dirigirnos la palabra y Xillen no se despegaba de nuestro lado. Era reconfortante saber que el mundo de nuevo te tenía en cuenta y que la prisión voluntaria en la que estábamos recluidos, al fin abría sus puertas.

Todo era alegría en nuestro bando. Celebrábamos cada vez que podíamos y disfrutábamos de cada momento que teníamos. El bando enemigo se retiró, pero ninguno sabía a donde. Xillen me comentó que ellos tenían un pueblo igual que nosotros y con seguridad se dirigieron a ese lugar. Miguel, al escuchar sobre la base enemiga, intentó convencer a Xillen, apoyado por mí, para atacarlos, pero ella se opuso rotundamente.

— ¿Por qué? — Insistíamos, pero ella se mantenía firme.

— No es posible. — Repetía por enésima vez. — El pueblo de ellos, como el de nosotros, es un lugar de descanso y nada más. De hecho, amigos míos, las pocas veces que descansamos en este lugar, consecuencia ha sido de treguas. Lo mismo ocurre para con nuestros enemigos. La mayor parte del tiempo, transcurre para nosotros en campos de batalla, ya sea en un castillo, en una ciudad o en campo abierto. Sólo en dichos sitios se realizan combates, más los pueblos a los que llega cada guardián, son intocables. Es más, cuenta debieron darse que los habitantes de este lugar tratan de modo igual a ustedes y a nuestros visitantes. Lo mismo ocurriría si, por alguna razón, uno de nosotros llegase al otro pueblo.

La dejamos en paz después de un rato.

Ahora sólo quedaba esperar el reinicio de las hostilidades.

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