II

Demoraron dos días. Dos largos días en los que nos negaron, con elegancia, el acceso a la sala. No sé qué pasaría con Camilo, ni me interesaba, pero Miguel y tuvimos que vagar, durante lo que parecieron siglos, por la comarca en espera de la decisión. Parecía que nosotros éramos los juzgados y no Heitter, y en cierto modo así era. Se estimaba en ese momento nuestra capacidad de ser jueces dignos o no de un hombre encontrado de antemano culpable de sus delitos.

Miguel todavía estaba resentido por la reprimenda de Xillen. Aunque yo no apoyaba a Miguel, también tuve esa misma idea. Nosotros, los hombres, evitamos tomar decisiones drásticas, relegando en señales divinas o leyes estúpidas. Era comprensible que tanto Miguel como yo, pensáramos en una justa para resolver el problema. Más no era lo correcto y Xillen nos lo mostró, aunque no de una manera agradable.

Era la tarde del segundo día y ambos, entre la melancolía, sacamos un poco de alegría y le exprimimos todo el jugo posible en la taberna, a punto de cerveza, aguardiente y vino. La juerga duró hasta el amanecer y ambos quedamos dormidos en la mesa del centro del local. Cuando la mañana siguiente un siervo nos despertó, avisándonos que nos necesitaban en el castillo, ninguno podía mantenerse en pie por más de cinco minutos, y la palidez y ojeras de ambos rostros resaltaban la tremenda resaca por la que atravesábamos en ese momento. Así que la noticia no fue recibida con alegría. Al contrario, después de palabras fuertes, Miguel estuvo a punto de sacar al siervo a patadas, pero yo lo agarré en silencio por la cintura, lo saqué a la calle y lo tiré en un barril de agua lluvia. Salió enseguida, escupiendo agua y maldiciendo mi estirpe desde el principio de los tiempos. Me reí de buena gana de la escena y luego de que Miguel saliera, repetí la misma operación conmigo, sintiendo la frescura el agua borrar en parte la resaca que me estaba matando. Luego me dirigí al castillo en busca de ropa fresca y después de cambiarme, pasé al salón.

Ocupaban las mismas sillas que la última. Miguel ya estaba sentado y su mirada expresaba el aburrimiento que sentía en ese momento, esperando algo. Me senté en mi sitio y entonces los Maestros hablaron casi al unísono, parecían ser uno, aunque alcanzaba a distinguir las dos voces:

— Guardianes, — dijeron, — tomado hemos la decisión que se acerca más a lo correcto y justo. Seréis vosotros los encargados de decidir el más apropiado castigo para el llamado Heitter. Es justo que seáis vosotros los que dicho castigo impongáis, ya que sólo vosotros a fondo conocéis la raza vuestra, y sabréis aquello que lo más apropiado sería para la falta que se ha cometido. — Hubo una pausa en la cual nadie habló. Los Maestros continuaron: — En cuenta tened que responsabilidad como esta dada a los guardianes nunca había sido, vosotros los primeros seréis en esta oportunidad tener y se centran nuestras esperanzas en que a la correcta decisión lleguéis.

En seguida, los presentes se levantaron, incluyendo los Maestros, pero nosotros, los tres humanos, permanecimos sentados por alguna extraña razón. Después, nos saludaron y, uno a uno, salieron por la puerta principal que luego se cerró de un golpe. Nos quedamos en silencio, llenos de sorpresa, mirando la cerrada puerta, sin creer todavía el acto que presenciamos. Pero, ¿qué tenía de raro? Tomaron su decisión y nos dejaron el resto a nosotros.

— Bueno, — dijo Camilo y una risa nerviosa cruzó su rostro. — Aquí estamos...

Dejó la frase en suspenso, pero ninguno respondió. Miguel le lanzó la mirada más odiosa de la que era capaz y yo traté de organizar un poco mis ideas.

— ¿Y, bien? — Insistió Camilo.

— Y bien, ¿qué? — Le lanzó Miguel.

— Mira, pedazo de idiota, — Camilo no se intimidó por la actitud amenazadora de Miguel y hasta se levantó un poco de la silla, retándolo. — No me das el mínimo miedo. ¡No soy como los idiotas que están conmigo, así que deje las maricadas!

Miguel hasta se sorprendió por la respuesta, pero reaccionó enseguida y su mano buscó espasmódicamente el sitio donde debía estar la espada, más esta se encontraba en este momento muy lejos, en la habitación, junto con las ropas mojadas que se había quitado. Sin embargo esto no le detuvo y, tras apartar con un movimiento brusco la silla, se dirigió a zancadas a Camilo que hacía lo propio desde su sitio. Se lanzaron casi corriendo al encuentro, cada quién con los puños listos para romperle a su enemigo mortal hasta la última fibra de su cuerpo; mientras que yo apartaba mi silla y les gritaba que se detuvieran. No me hicieron el menor caso y cada uno se encontró con un formidable puñetazo. Camilo recibió el golpe en la nariz y Miguel en la frente. Se escuchó un sonoro "clunk" y la sangre comenzó a manar a raudales del tabique roto de Camilo. Levantó una de las manos protegiéndose la cara y con la otra se preparó para responder al eventual ataque de Miguel, cuando se dio cuenta de que este último caía muy, pero muy despacio al piso. Se relajó de inmediato y caminó de vuelta a su lugar. Se sentó con calma, aunque su respiración revelaba lo contrario, y reclinó la cabeza contra el respaldar. Me acerqué corriendo a Miguel, pensando que estaba muerto, pero después de ponerle dos dedos en la yugular, percibí un pulso débil. Luego miré su rostro, y vi que en la frente tenía estampada una figura en forma de rombo, que rápidamente adquiría un color violeta. No acertaba a entender lo sucedido y miré con estupor a Camilo. Este se dio cuenta que le miraba y tras comprender mi inquietud, se limitó a mostrarme su mano derecha: el dedo medio relucía un grandioso diamante, engastado en un anillo de plata. Esto me causó tanta gracia, que rompí a reír de inmediato.

Todavía riendo, ayudé a levantarse al ahora atolondrado Miguel y lo senté. Aunque ya estaba consciente, todavía no era capaz de entender qué camión lo había atropellado.

Me acerqué a Camilo.

— ¿Cómo está?

— Ejte idiota me pagtió la nagiz. — Me respondió y esbozó una sangrienta sonrisa.

— Deje ver...

Él me permitió que le examinara. Sí, tenía una fractura, pero yo era experto en causarlas, no en arreglarlas.

— Va tocar llamar al médico. — Dije de mala gana. No me causaba ninguna gracia el explicar lo sucedido. Pasaron sólo cinco minutos después del discurso de los Maestros y ocurría esto...

— Espérese un segundo. Ya traigo a alguien.

No me tomó mucho tiempo encontrar a un médico. Al salir me topé con Xillen y no pude más que contarle la verdad.

— Si es así como vosotros, los humanos, tomáis una decisión, me dejáis sin palabra... — Fue su único comentario, pero accedió acompañarme y ayudar a ambos.

 


 

Una hora después, Camilo relucía un pulcro vendaje en la cara y Miguel un gigantesco chichón en su frente. Ambos sentados, mirándose con fiereza, sin decir palabra. Xillen se había ido hacía rato, pero el silencio seguía reinando en la habitación. Aunque la situación era delicada, a mí me causaba tal gracia que me tomaba enormes esfuerzos no reír. Miraba a uno, ora a otro y no evitaba pensar en lo idiotas que éramos y poca cosa a comparación de otros seres. Ni siquiera éramos capaces de menguar nuestras diferencias bajo una bandera de tregua.

Definitivamente: cuando odiábamos, lo hacíamos con toda la seriedad del caso.

Podría remitirme a nuestra historia y analizar las susodichas treguas que siempre terminaban quebrantadas, por no reprimir las diferencias o, también los odios; ya sean interraciales, religiosos o de otra índole. Sí, los humanos éramos una raza aparte en el escalafón de las razas que hasta ahora había conocido.

Mi buen genio comenzó a esfumarse, a medida que el silencio se prolongaba.

— Bien... Vamos a seguir así ¿o qué? — Pregunté bruscamente.

No hubo respuesta.

— Miren, ya que ustedes dos se quieren tanto, se lo pongo de esta manera: mientras más rápido terminemos con esto, más rápido saldrán de aquí a matarse con tranquilidad. — Lo dije con brusquedad, pero sin evitar añadir ironía a las palabras.

Y la reacción que obtuve fue inmediata. La atmósfera de odio se esfumó como por arte de magia, para ser reemplazada por otra de hipocresía.

— Tienes razón, Enrique. — Dijo Miguel y por primera vez en toda la hora desvío la mirada de Camilo. — Es mejor que nos dediquemos a lo que llegamos. ¿Cierto, Camilo?

— Sí, Miguel. — Camilo respondió igualando el tono de Miguel. La comedia empezó. — ¿Alguien tiene alguna idea?

— Pues, bueno... Gm... — Miguel se aclaró la garganta, pasó con delicadeza la mano por su deformada frente y dijo: — Pienso que la idea general es la de joderlo, sin lastimarlo... Así que, aunque la idea de una justa era buena, habría que modificarla... Algo así como... No sé... ¡Quizás un castigo público, que le den cincuenta latigazos y basta! — Miguel por fin halló una salida entre esas palabras sin sentido.

— No sé... — Después de rumiar un poco la idea, respondió Camilo. — Sería peligroso, podría morir azotado. Y nosotros no queremos eso, ¿cierto? — Esbozó una sonrisa.

— Bueno, tal vez deberíamos... — Comencé, pero no terminé...

— ¿Qué?

— Nada...

Y otra vez silencio. Y creo que entendía la razón. No imaginábamos un castigo ejemplar que no implicara la sangre. Un castigo que no fuera físico, para nosotros no era castigo. Más así era como nosotros castigábamos a aquellos que, en nuestro concepto, lo merecían.

Habían tres clases de castigo que siempre aplicábamos: el físico, el moral y el de la sangre. ¿Más qué clase de castigo se merecería Heitter? El de la sangre quedaba descartado de antemano; el físico no sería castigo serio para semejante acto; el moral no se aplicaba a un hombre que no conocía aquella palabra...

— Miguel...

— ¿Qué?

— ¿Qué clase de castigo le aplicaría usted a un paladín que ha cometido un acto semejante? — Pregunté.

— ¡¿Qué?! — Pareció sorprendido por la pregunta y no acertaba a comprender lo que le decía.

— Se acuerda... En Dungeons...

— Ah... Sí... — Pero ese "sí" se refería a que comprendía la pregunta, más no que sabía la respuesta. Después de meditar un rato respondió: — Bueno, primero se le quitaba su rango de paladín, se le excomulgaba de la iglesia... Terminaba sus días como un pastor o un pobre monje. Era en contadas ocasiones que volvía a ocupar su puesto de paladín... — Miguel se detuvo, recordando. — ¡Ah, sí! Tenía que demostrar que seguía siendo paladín, demostrando su valor, mediante un acto heroico que compensara la ofensa...

— Ok... ok... — Interrumpió Camilo. — Creo que lo comprendo... Habría que obligarlo a realizar algo que lo reivindicara.

— No es así de sencillo... — Respondí entre dientes. — La idea general es esa, pero debemos trabajar en ella.

— ¿Y?

— No sé... Tan sólo digo que debemos trabajar en ella.

— Bueno, qué les parece si lo ponemos a, no sé... buscar el Grial o algo... — Dijo Miguel y me sorprendí de que él fuera el que saliera con semejante propuesta.

— ¿Qué? Miguel, hombre, esa no es una buena idea...

— ¿Por qué? No lo sacamos de su cargo de guardián, tampoco le molemos a golpes. No le confinamos a este mundo. Tiene una misión que cumplir, pues que la cumpla... — Y sonrió.

Camilo se rió, puso los codos sobre la mesa y, apoyando la cabeza sobre las manos, respondió entre risa y risa:

— Buena la forma de poner a Heitter fuera de combate con elegancia, Miguel. No se le castiga, pero se le obliga a ser un pobre caballero andante, que recorre este mundo en busca de una cosa que ni siquiera en el nuestro encontraron... Elegante... — Repitió y rió con mayor deleite.

Miguel se ofuscó, pero se dio cuenta del error:

— Era una idea, no más... ¿Tiene una mejor?

Camilo no respondió y me di cuenta que los ánimos comenzaron a exasperarse nuevamente. Para evitar un nuevo enfrentamiento, fingí que bostezaba y estiré lo brazos desesperezándome.

— Estoy mamado... — Dije bostezando. — Además, esta resaca me está matando... ¿Qué les parece si dejamos esto para mañana?

— Estoy de acuerdo, — respondió Camilo.

— Sí... — Dijo Miguel para no quedarse atrás y fue el primero en salir.

Camilo me miró fijamente. Parecía esperar algo, pero yo no sabía qué.

— Su amigo es un burro de primera, — fue su introducción, siempre con la sonrisa por delante.

Me tomó por sorpresa. Esperaba cualquier cosa, menos esto. Sentí que la adrenalina comenzaba a fluir por mi cuerpo y cómo la palidez cubría mi rostro. Pero no me dejé llevar...

— ¿Y?

— No entiendo cómo es capaz de aguantarlo, hermano. — Continuó con toda la naturalidad del mundo. — Es un pobre idiota que se deja dominar por sus impulsos, creyendo que a punta de puño se resuelve cualquier problema...

Yo ya comprendí para donde iba…

— Sí, es cierto, pero en muchas ocasiones resulta endemoniadamente efectivo, ¿no es cierto? — Le devolví la sonrisa, mil veces amplificada e indiqué con un movimiento de cabeza el vendaje que cubría su rostro.

Camilo pareció ofuscarse ante mi negativa de un enfrentamiento. Su táctica de obligarme a perder el control no daba resultado, así que decidió cambiarla...

— Pero ustedes han sido de buenas, les tocó con esta vieja... la imparcial...

— Xillen, — le ayudé con amabilidad.

— ¿Qué?

— Ese es su nombre: Xillen. — Le repetí.

— Ah... Bueno... si no fuera por ella, ya estarían aniquilados. Ya habríamos ganado. Creo que sin ella ustedes no son nada... — Volvió a sonreír, pero le faltó fuerza y convicción a sus palabras. Había perdido el entusiasmo del principio y se tambaleaba sensiblemente en su posición.

— Quizás tienes la razón, Camilo. — Le devolví la pelota.

— Quizás... — Repitió él la palabra, pero esta vez sin sonreír.

Su propia táctica se volvió contra él, mientras que yo le daba un millón de gracias mentales a Xillen. Si no fuera por las lecciones de paciencia y tolerancia que impartidas por ella décadas atrás, estaría estrangulando a Camilo con el mayor de los placeres del mundo.

— Más eso no viene al caso, ¿cierto? — Insistí.

— No.

— Entonces, ¿qué quiere?

Su respuesta no fue inmediata. No esperaba que la conversación tomase este rumbo y se detuvo a pensar bien su respuesta.

— Creo que lo mismo que ustedes: acabar con esto lo más pronto posible.

— Entonces, ¿por qué no se rinden?

— ¿Qué?

— Sí, ríndanse. — Me deje llevar por una inspiración casi milagrosa. — No han ganado una batalla durante mucho tiempo. En la última, sus fuerzas se disminuyeron drásticamente. Su general es ahora un proscrito en espera de sentencia. Creo que deberían rendirse...

— ¡Nunca! — Camilo se levantó, iracundo. Sus ojos despedían centellas y mantenía los puños crispados, listos para entrar en acción. — Nunca. — Repitió mas quedo. — Es cierto que ustedes tienen ahora la ventaja, pero cuando regrese Heitter... — Dejó la frase en suspenso y salió.

Me quedé pensativo. Su amenaza no surtió el menor efecto. Ya estaba acostumbrado a la muerte y el pensar en ella no me molestaba. De hecho, después de la última batalla, perdí todo atisbo de sentimientos y tan sólo me rodeaba una apatía absoluta, sumada a la indiferencia ante lo que ocurría alrededor, a menos de que mi futuro inmediato dependiese de ello. Y pensar, que cuando esto comenzó, llegué con ideales románticos: defender la Tierra y el Universo entero. ¡Ja! Ahora no sabía lo que me interesaba. Ni siquiera sabía a ciencia cierta por qué me encontraba todavía ahí. Pero muy dentro, en mi interior, quedaba todavía una virtud, si es que se le puede calificar de esta manera: era la responsabilidad. Tenía un compromiso que cumplir y eso era todo lo que ocupaba mi mente.

Todavía me preocupaba por mis amigos. Me pesaba la suerte de Andrés y de JJ. Pensaba en el futuro de Miguel, me preocupaba por Xillen, pero...

Pero esas emociones perdieron sinceridad. Se convirtieron en algo espasmódico, constante. Carente de todo sentido. Y a pesar de que sonaba frío, inhumano e impensable, tenía lógica. No podía darme el lujo de caer mentalmente, de destrozar mi espíritu preocupándome por ellos y al mismo tiempo, concentrarme en sobrevivir y ganar batallas.

...Sí... la poesía y la épica habían desaparecido...

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