III

Era la época medieval.

A pesar de que nos adelantamos casi mil años en la historia, no lo lamentaba demasiado. Era cierto que  nos acercábamos cada vez más a mi temor primordial que era la época atómica. Pero también era cierto que prefería luchar con armas más avanzadas que las utilizadas hasta ahora. Claro está que no era demasiada la diferencia: seguían siendo espadas, lanzas y flechas. Sin embrago, el acero ya estaba inventado e implementado en el material bélico que se utilizaría.

También me sentía emocionado. Al fin y al cabo, la época medieval es el sueño dorado de todo jugador de AD&D. Esa era la razón primordial por la que se jugaba. También tenía en cuenta que a pesar de ser la época medieval, difería mucho de nuestros sueños. Y que los monstruos imaginarios como dragones, unicornios, gigantes, ogros y trolls, eran inventos de los hombres. Tal y como lo dijo Xillen, el hombre tendía a convertir un acto maravilloso en leyenda, añadiéndole algo por su propia cuenta.

Salimos a un claro y lo primero que nos impresionó fue el resplandor de la armadura de los caballeros que nos esperaban. Los caballos, también cubiertos de una cota de mallas, golpeaban el suelo con sus cascos, nerviosamente. En total, eran cinco caballeros. Cada uno sostenía el yelmo en la mano izquierda, mientras que en la derecha descansaban las riendas. Detrás de ellos, un refugio levantado por sus escuderos ostentaba en su entrada dos banderas. Una roja y la otra negra, cada una con un león sobre sus cuartos traseros por escudo, intentando arañar a su vecino. Miguel, Andrés y yo, quedamos de una pieza. No sabíamos qué decir ni cómo comportarnos, tanto así nos afectó la visión de esos caballeros. Con gusto quedaríamos ahí durante horas, observando con fascinación aquel espectáculo que deleitaba nuestros ojos, pero Xillen nos sacó del letargo saludando a los caballeros con una inclinación de cabeza:

— Bienhallados, nobles todos.

Ellos le respondieron de la misma manera.

— Su majestad os está esperando, — señaló uno de ellos y dando la vuelta le indicó con una seña a su escudero que hiciera algo. Segundos después, el rapaz traía consigo cuatro magníficos caballos, con el equipo de caballero asegurado a su montura.

— ¿Su majestad? — El susurrar de Miguel me sorprendió.

— Todo es posible, — le respondí con un balbuceo, tras una pequeña vacilación. — Peleé bajo el mando de Cesar, en la época romana. — Le aclaré.

Mientras tanto, Xillen se acercó a uno de los caballos y lo montó con gracia y agilidad. Miguel intentó seguirla, pero a falta de práctica lo hizo con cuidado. Afortunadamente, no tuve el mismo problema que Miguel y salté con agilidad sobre el caballo. Este pateaba el suelo rabioso y roía con fuerza el freno. El animal tenía un genio de los mil demonios, que no tardé mucho en averiguar. Pocos segundos después de que lo montara, se encabritó lanzándome por lo aires y luego, como si nada, se alejó con un trote perezoso.

Y eso fue lo último que vi de aquella pintoresca escena, además de Andrés corriendo hacia mí, gritando algo; ya que al caer, golpeé con la cabeza una piedra y me desmayé.

 


 

Cuando desperté, sentía un horrible dolor en la base de la nuca, un zumbido constante en los oídos y los músculos del estómago adoloridos. Me encontraba en una sala cuyas paredes cubrían pieles de animales que no logré identificar. Era bastante acogedor. Varios velones se encargaban de alumbrar débilmente la habitación. Era de noche y la luz de la luna penetraba como un ladrón por la ventana, robando espacio a las sombras y desalojándolas del lugar.

Me encontraba acostado sobre más pieles y su hospitalario abrazo era algo difícil de dejar a un lado. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, tanto físico como mental, me levanté. No había nadie en la habitación y me preguntaba qué pasó con mis amigos. Entonces, a través de ese zumbido que ensordecía mis oídos, escuché el lejano sonido de una batalla. El entrechocar del acero se trastocaba con los gritos de los combatientes y se confundía con el rugido de una tormenta lejana. Avancé tambaleándome a la puerta, tratando de encontrar a alguien que me explicara lo que ocurría, pero me sentía débil y perdí el equilibrio a unos pocos metros de la puerta. Quedé sentado en el piso, mirando la puerta, sin fuerzas siquiera para pedir ayuda. A través del monótono ruido de la batalla, escuché golpes secos, rítmicos, que retumbaban por el castillo, haciendo vibrar el piso. Poco a poco, esa vibración se convirtió en un débil zumbido, el rugir de la batalla se alejó despacio, la luz de los velones decreció y las sombras se apoderaron de mi campo de visión.

Perdí el conocimiento, de nuevo.


 

Cuando desperté por segunda vez, era de día. De nuevo en la cama, cubierto por las mismas pieles. El cuarto solitario, como la primera vez. Más ahora, en lugar del rugir de la batalla, se escuchaba el silencio y de vez en cuando, un gemido o un grito desgarrador lejano, que se deshacía en lágrimas, perdiéndose en la distancia. Al parecer la batalla concluyó y nosotros ganamos. Me sentía mejor. El zumbido en las orejas desapareció y el dolor del abdomen disminuyó. Sentía un hambre atroz, así que me levanté, todavía con paso vacilante, y me dirigí a la puerta con la intención de dar con la cocina y conseguir algo para mi quejumbroso estómago.

Al abrir la puerta, me di cuenta de que estaba en una torre. Todavía no encontraba a nadie, pero ahora los gritos y gemidos se hacían más fuertes. Y ese lúgubre silencio, interrumpido por el dolor, comenzó a deshacer lentamente mi buen humor. Al parecer, la batalla fue ganada por nosotros, pero a un precio muy alto. Mis sospechas se materializaron en una penosa realidad cuando llegué a la planta baja y descubrí el espectáculo que se desarrollaba.

El piso estaba repleto de cuerpos tirados sin orden alguno, en medio de charcos de sangre. Armaduras, que antes servían para proteger esos cuerpos, ahora se habían convertido en trampas mortales, teñidas de rojo y negro y con hierros afilados y retorcidos apuntando ferozmente ora fuera, ora dentro de esos cuerpos.

Como aves negras, con los ojos hundidos por el cansancio y expresando un horror e incomprensión rayanos a la demencia, varias mujeres revoloteaban entre esos cuerpos, cargando de aquí para allá baldes con agua sucia y trapos empapados en sangre.

Varios sacerdotes, en medio de ese horror, trataban de hacer algo, pero lo único que conseguían era estorbar a esas mujeres que corrían de un lado para otro desesperadas, sin ver, sin saber a ciencia cierta lo que ocurría a su alrededor. Y ese tan sólo era un cuarto del castillo, donde se atendía a los caballeros. No imaginaba siquiera lo que ocurría en lo que antes fue el campo de batalla. Así que, haciendo un gran esfuerzo por mi parte, terminé de bajar los escalones que me faltaban y, apartando a un sacerdote del camino, comencé a ayudar.

Llevaba baldes con agua y limpiaba los rostros y heridas de los abatidos. Me pregunté fugazmente por el estado de mis amigos, pero esa idea desapareció tan rápido como apareció. Lo primordial era socorrer a los heridos y a eso me dediqué.

 


 

Nos llevó un largo tiempo. A medida que el cuarto se fue desocupando, al llevarse en camillas tanto a los muertos como heridos, la escena semejaba un matadero. Me sentía cansado. Me dolían los brazos y la cintura, y el zumbido en las orejas apareció de nuevo. Me senté en los escalones, tratando de recuperarme. Miraba ese horror y no daba crédito a mis ojos. Claro que vi cosas peores, más en esos momentos causaba la muerte y destrucción y no socorría a los caídos, como ahora. Cuando el arrepentimiento llegaba, era en el pueblo, en el campamento de los vencedores, con una jarra de cerveza en la mano y completamente borracho.

Me levanté con evidente esfuerzo. Busqué la salida y seguí a dos hombres que llevaban un último cuerpo. Llegando al patio, nos separamos. Ellos llevaron al muerto más allá de las puertas del castillo, mientras que yo quedaba de una pieza al ver la destrucción que me rodeaba y a Miguel, sentado encima de una carreta medio quemada, sosteniendo un pañuelo ensangrentado contra su mejilla. El pañuelo había absorbido toda la sangre de la que era capaz, y ahora dejaba escapar el preciado jugo de la vida gota a gota.

Miguel mantenía los ojos cerrados y los labios apretados con fuerza. Sin embargo, no gemía. Parecía ensimismado antes que abrumado por el dolor. Me acerqué lentamente y le puse la mano en el hombro. Levantó los ojos sobresaltado y los bajó al reconocerme.

— ¿Está bien? — Le hice la misma pregunta estúpida que una vez le hice a Andrés.

— Sí. — Respondió entre dientes y después de un silencio, agregó: — Bonito lugar en el que aparecimos... ¡Justo en medio de un asedio!

— ¿En qué época estamos? — Hice caso omiso de la queja.

— Por el modo en que pelean y por el léxico, asumo que en el siglo noveno o décimo.

— No puede ser. Las armaduras de los caballeros que nos recibieron no corresponden a la época.

— Esas armaduras no tienen nada que ver. Lo que usted vio no era acero, pero bajo la luz del sol, parecía bastante bueno. Pero no es así... — Levantó la mano con el pañuelo, dejando al descubierto una fea herida. — Lo averigüé del modo difícil. No le recomiendo dejarse coser en sano juicio, hermano... El ruido que produce la aguja al penetrar su propia carne, es la cosa más tenaz que uno puede escuchar...  Le juro que me olvidé del dolor cuando me cosían...

Me sentía incómodo. Mientras mis amigos se mataban ahí afuera, yo estaba acostado con tranquilidad en una cama de pieles.

— ¿Dónde están Xillen y Andrés? — Pregunté.

— Andrés probablemente está muerto... Xillen fue a buscarlo fuera de las murallas. — Respondió sin ninguna emoción, mientras arrancaba un trapo medio sucio y lo reemplazaba por el pañuelo. — De nuevo nos encontramos con Heitter, — agregó como si nada y una sonrisa lobuna cruzó por su rostro. — ¡Espero que de esta no salga!

— ¡¿Cómo que muerto?! — La última parte de la frase de Miguel a penas llegó a mis oídos.

— No es seguro, hermano. — Me tranquilizó Miguel. — Estábamos en plena batalla y en el último asalto de los chicos malos, nos tocó bastante duro. Los tres estábamos cerca, separados no más de tres metros cada uno, cuando atacaron. Uno de ellos atacó a Xillen y ella tropezó con algo y perdió el equilibrio. Andrés fue a ayudarla cuando apareció Heitter. Yo no me había dado cuenta todavía, pero Andrés sí. — Suspiró, como si lamentase algo. — Le lanzó un mandoble a Andrés. El tenía la mano del escudo extendida para ayudar a Xillen a levantarse y esa fue la mano que le cortó el desgraciado... Yo me había volteado en ese momento y lo vi todo: la espada de Heitter que daba una finta en el aire al cercenar el brazo; la cara de incredulidad de Andrés, mirando el muñón ensangrentado; el horror en los ojos de Xillen, sosteniendo todavía el brazo cortado de Andrés... — Miguel hizo una pausa, cambió de posición sobre la carreta y continuó con su desgarrador relato. — Heitter quiso rematarlo, pero Andrés reaccionó y paró la estocada. Cayó al piso por el esfuerzo y Heitter lo hubiera rematado con otro golpe, entonces yo me tiré encima de Heitter. Le juro que apuntaba a la cabeza, pero el desgraciado se movió... — Rió de mala gana. — Le abrí un tajo bastante grande en la espalda y él se desplomó, creo que sin sentido. Andrés en ese momento estaba sentado, tratando de improvisar un torniquete... Yo quería rematar a Heitter para asegurarme, pero sus guardaespaldas cayeron sobre nosotros. Mientras luchábamos con ellos, se lo llevaron…

— ¡Me importa un carajo Heitter! — Aullé. — ¿Qué pasó con Andrés?

Miguel levantó la cabeza y por primera vez en toda su explicación me miró directamente a los ojos.

— Si supiera, se lo diría, ¿no creé? — Pero como seguía sin comprender, aclaró. — Cuando nos atacaron los guardaespaldas de Heitter... nos alejamos... en medio de la pelea.... del lugar en el que todo sucedió. Cuando quise volver por él, tocaron retirada. — Dijo con lentitud y separando las sílabas. Me di cuenta de que se encontraba al borde de su paciencia, así que lo dejé en paz.

— Voy a ver si encuentro a Xillen. — Le dije a modo de despedida y me dirigí al puente levadizo.

Miguel no respondió. Se limitó a encogerse de hombros y cerró de nuevo los ojos. Lo miré durante un rato, tratando de entender esa impasibilidad respecto al destino de nuestro amigo, pero dándome por vencido, me dirigí hacia el puente.

 


 

Al salir, se descubrió ante mí el desolador espectáculo de los restos de un campo de batalla. Restos, que por primera vez veía con ojos cuerdos y la cabeza fría y no bajo la furia de la adrenalina hirviendo en mis venas y con el vaho aliento de la muerte sobre la cabeza.

El verdor de los campos que rodeaban el castillo, se convirtió en un gris sucio, con manchas rojas por doquier. Cadáveres de hombres y caballos, yacían a lo largo y ancho del campo frontal y figuras negras y grises vagaban como fantasmas, tratando de identificar entre esos cuerpos, el que le era querido.

El mismo Cielo, como si reprobara aquella acción del hombre, se tornó en azul oscuro, casi negro, que se convertía en rojo al rozar con el horizonte; y las nubes volaban raudas, llevadas al oeste por un viento frío y sombrío, que se metía entre las vestimentas de los caídos, haciéndolas revolotear, como si con ello estos cuerpos daban su último adiós a esta tierra, de la cual fueron arrebatados por la fuerza, en una muerte indiferente y cruel.

Me detuve observando todo eso, tratando de asimilar la cruda realidad de la masacre. Miré con ojos trastornados, buscando un sitio desde el que buscar a Andrés.

No lo había.

Resignado, imité a esos fantasmas y comencé a vagar entre los cuerpos, llamando de vez en cuando a Andrés y Xillen.

 

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