GUARDIANES

De nuevo en el campo de batalla. Tu rostro refleja una férrea determinación. Sujetas el mapa con firmeza, mientras estudias las líneas alemanas que mantienen bajo cerco la ciudad. Las órdenes son no retroceder. No hay necesidad de ellas. Tanto tú como yo, sabemos que no lo haremos. Nuestro deber es acabar con todo lo más pronto posible. Veo como se acerca un oficial, le dices algo que no escucho. Él te saluda y, dando la vuelta por el hombro izquierdo, se retira. Me miras, tratas de mantener una sonrisa, pero esta se evapora con la sacudida de la primera explosión.

Ha llegado un nuevo día y con él, nuevos bombardeos alemanes. Me tiro en el piso, protegiendo la cabeza con las manos. Es una reacción normal ante una explosión. Cuando levanto los ojos, veo que tú sigues de pie. Ahora parado en la entrada, ojeas el cielo con los binoculares, tratando de divisar a las naves alemanas. La muerte de tu hermano te endureció mucho más. No sé en que te convertiste, pero emanas una fuerza imposible de describir. Ni siquiera con la muerte de Andrés reaccionaste así. Pero no confundo ese sentimiento con la venganza. La venganza es algo secundario. Aprendiste que en la guerra las pérdidas son inevitables.

Gritas algo a los soldados, ellos responden y comienzan a manejar el rifle antiaéreo. Me encuentro algo aturdido. Pero corro hacia ellos y trato de ayudar. Una ráfaga, otra. Los aviones pasan zumbando, el silbido mortífero de las bombas destroza los tímpanos y socava la moral. Con los dientes apretados, sigo disparando. Un avión da una sacudida y en seguida una estela de humo negro se desprende de su cola. Se va a pique. Tanto los soldados como nosotros, gritamos de alegría, pero no nos relajamos aún. Todavía hay más aviones que siguen bombardeando. Y, como en venganza, concentran el bombardeo en nuestra trinchera. Cubierto de humo, enloquecido por el olor pesado de la pólvora, las ensordecedoras explosiones y con la adrenalina taladrando cada uno de los poros de mi cuerpo, sigo disparando. No me doy cuenta de lo que pasa alrededor, hasta que de repente veo que estoy sólo. Los soldados que manejaban el otro rifle, yacen en el suelo, en un charco de su propia sangre. Una bomba explotó directamente en su posición. Aturdido, trato de reaccionar, y me doy cuenta que me es imposible manejar el rifle. Mi brazo derecho cuelga inerte a mi lado. La sangre gotea desde mis dedos. La nieve la absorbe gota a gota. Histérico, trato de mover el brazo. Después de varios intentos lo consigo. Entonces, miro alrededor, tratando de ver a alguien. Mi primera impresión, después de ver los cadáveres del pelotón, era que quedé sólo. Pero estupefacto, escucho tu voz, totalmente ronca, que exige a gritos algo por el teléfono. Estás tirado a la entrada del búnker, ambos pies ensangrentados. Exiges un apoyo aéreo a toda costa, pero tu voz no denota ningún histerismo. A pesar del dolor que debes sentir, es normal, aunque fría como el hielo. Al parecer, consigues lo que querías, porque me indicas que entre rápido. No entiendo porque pediste apoyo aéreo, pero en el silencio que nos inunda al interrumpir los alemanes el bombardeo, distingo voces y ráfagas de metralleta, además del monótono rugir de los panzers. Nos atacan por tierra. Tan absorto estaba en derribar un avión, que no pensé en la siguiente táctica de los alemanes.

En la soledad del búnker, te abrazo y rezo por que el apoyo aéreo no demore en llegar. El rugir de los tanques y la gritería de los soldados se acercan cada vez más. Disparos aislados se escuchan por todas partes. Son los restos de nuestro batallón que todavía presenta batalla. Grupos aislados de hombres, que prefieren luchar hasta la última gota de sangre, hasta la última bala, hasta el último suspiro, que rendirse ante el invasor. De cierta forma me alegro que nos tocara participar en la defensa de la desmoralizada Unión Soviética y no en el bando de los nazis. Tal vez sea mi moral, pero no sería capaz de apoyar a las fuerzas de Hitler, aún sabiendo las consecuencias que esto tendría para nuestro planeta.

Cuando las voces se acercan aún más, saco mi mauser, reviso las balas que tiene. Quedan seis. Puedo hacer cinco disparos, porque prefiero guardar la última para mí. No quiero correr la suerte de Andrés. Y cuando todo lo doy por perdido, un rugido de motores nos indica que nuestros aviones, por fin, alcanzaron nuestra posición. Se escuchan gritos de pánico y disparos apresurados. Los alemanes buscan refugio, mientras las bombas empiezan con su macabra labor y sus explosiones remueven cada centímetro del ya socavado terreno. Gritas algo que no logro escuchar. El ruido me llena los oídos, penetrando hasta en el último rincón de mi cerebro, convirtiendo todo en silencio. El suelo se sacude y pedazos de tierra caen sobre nuestras espaldas y golpean las cabezas. El mortífero silbido de las bombas al caer, hace que los tímpanos estén a punto de estallar y el miedo envuelve el cuerpo y rezas por que esa bomba no caiga sobre tu propia cabeza y termines aniquilado por tus propias fuerzas.

Más el tiempo pasa. El ataque de los aviones es corto, pero efectivo. Las fuerzas alemanas terminan por retirarse, dándonos un momento de respiro y la posibilidad de reorganizar nuestras fuerzas. Rompo un paquete individual y trato de vendarte las piernas. A esta altura, mi brazo dejó de importar, ya que la herida no sangra más. En cambio tú estás acostado en un charco de sangre y la mortal palidez de tu cara me asusta. Pero no dejas escapar ni un gemido, mientras rasgo los pantalones y comienzo a vendarte. Son dos heridas feas, pero no peligrosas. Las balas atravesaron las partes carnosas sin tocar el hueso. Caminarás.

Todo esto se realiza en silencio, a la espera del primer timbrazo de teléfono de nuestros superiores, pidiendo un informe de la situación para mandar refuerzos. Pero el teléfono está muerto. Alguna bomba destrozó el cable, en sólo Dios sabe que punto. Después de vendarte, decido ir a reconocer el terreno, y si acaso, restablecer la comunicación. Te apoyo contra la pared de tierra. Recojo mi mauser y por enésima vez recuento las balas. Las mismas seis. Me armo de valor y luego de mirarte por última vez - estás con los ojos cerrados y la cabeza inclinada - abro la puerta y busco un punto de apoyo para salir de la trinchera. Ya afuera, me doy cuenta de los destrozos causados tanto por los alemanes, como por nuestros propios aviones. Cadáveres por todas partes, pedazos imposibles de reconocer, ensangrentados y mutilados; lo que antes eran seres humanos. El humo parece brotar de las entrañas de la tierra, la cual presenta el aspecto de un campo de arado de gigantes. Ahora entiendo porque no tenemos comunicación: sería imposible encontrar un cable de más de diez metros de largo en cinco kilómetros a la redonda. Es el resultado del bombardeo.

Camino por ese campo de horror, tratando de encontrar a alguien o algo con vida. Se escuchan gemidos por todas partes, pero en ninguna dirección en especial. Me parece que me vuelvo loco, más trato de guiarme por el gemido más cercano, hasta que veo a un hombre, enterrado hasta la cintura en la tierra, quien sujeta con una mano el gorro de otro hombre muerto. Es de los nuestros. Desesperado, me tiro de rodillas y trato de ayudarle. Le levanto la cara que está cubierta de sangre. Histérico, grito pidiendo al médico, sin darme cuenta, que es el médico de nuestro batallón el que se encuentra frente a mí. Y lo que al principio me pareció un montón de tierra sobre su cuerpo, era la sangre que se volvió negra a causa del polvo y la pólvora. Había perdido las piernas a causa de la explosión y mientras sostenía su cara, tratando de limpiarla, expiró.

Y yo seguía acariciando su rostro, totalmente perdido, sin darme cuenta todavía que estaba muerto...

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