IV

En la casa, de nuevo, no había un alma. Pero en esta ocasión no tenía a donde ir. No quería llamar a mis amigos, ya que temía la sola presencia de ellos. Si alguno llegase a mencionar la última sesión, me volvería loco. Todas esas dudas en mi cabeza. Estaba luchando conmigo mismo.

Esto comenzó, al simplemente plantearme una pregunta durante el viaje a casa: ¿Qué pasaría si mi alma estuviese en juego? Tan sólo poner ese pensamiento en la balanza, me aterró. Si los guardianes perdiesen la batalla, mi alma se perdería, sin  poder interferir. Claro está que yo era favorecido. Me ofrecían la oportunidad de defender mi alma. Nadie la jugaría por mí, si yo presentase la batalla, pero... Pero si yo presentase esa batalla, además de mi propia alma, estarían en juego miles o millones más, que dependerían de una decisión que yo tomase en un momento dado, y no estaba listo para afrontar semejante responsabilidad.

Era algo descabellado. Inconcebible. Y al mismo tiempo tan lógico, que no lograba tomar una decisión y me volvía loco. No sabía que hacer. Tenía miedo. Tenía mucho miedo. Necesitaba escapar. Necesitaba dar una salida, una fuga a esos temores y dudas, y la única manera efectiva que conocía, era la de emborracharme. Dejé el carro en la casa y tomé un taxi. El conductor, siguiendo mis indicaciones, me llevó a un bar medio escondido, no muy lejos de la casa. Era el sitio preferido por nosotros. El letrero se encontraba en mal estado. La pintura de la fachada estaba medio raída y descolorida. El interior no difería mucho del exterior. También se notaba la falta de atención en las mesas. La palabra mantel, no existía en aquel lugar. Empero, el lugar se encontraba limpio y, a pesar de los defectos de la decoración y falta de elegancia, era un lugar acogedor. El lugar propicio para olvidar el mundo exterior y rememorar con nostalgia o alegría cosas pasadas, pensar en lo que se realiza en el momento y planear el futuro. Los jóvenes siempre buscamos sitios como aquel. Quizás fuese porque nos revelábamos contra los adultos. Demostrábamos que éramos independientes; sin saber que, muy dentro de nosotros, ya lo éramos. Tal vez, económicamente dependíamos de nuestros padres, más psicológicamente, no.

Al entrar, un mesero desocupado, sentado plácidamente en una silla al lado de la barra,  conversaba con tranquilidad sobre cosas mundanas, con el que la atendía. Su conversación se interrumpió cuando entré y el mesero alzó la ceja preguntándose ¿qué demonios hacía ese pendejo en ese lugar, un lunes, a tan temprana hora? Sin hacerle demasiado caso, me dirigí a una mesa. La más oculta y con menos luz. El mesero me siguió y, después de que me senté, poniendo la más servicial de sus caras, preguntó qué se me ofrecía. Pedí una botella de ron. Mi trago preferido, con una jarra de cola, para mezclar. Me miró inquisitivamente, pero no replicó. Anotó con cuidado la orden en su manoseada libreta y me dejó solo. Al mirar a la barra, alcancé a ver como le decía algo a su compañero, mientras me señalaba con una inclinación de cabeza. No puse ningún cuidado a sus preocupaciones. Sabía que la botella sería servida, por más que el joven mesero se preocupara por un idiota que quiere emborracharse a tan temprana hora. Saqué el paquete de Marlboro y, después de tomar un cigarrillo, lancé el paquete despreocupadamente sobre al mesa. Lo prendí, aspiré el humo y me tranquilicé un poco. Pensaba en que tomar solo, era uno de los síntomas inequívocos de un alcohólico. No obstante, la ocasión era especial. Diferente a todo lo demás y sabía que ninguna persona sería capaz de pensar racionalmente, al descargar sobre ella esa responsabilidad de golpe. El mesero trajo la botella y la jarra. Las puso con pulcritud sobre unas servilletas y me ofreció un vaso, envuelto en otra. Intentó servirme, pero no lo permití y, dándole las gracias, le dije que era todo. Me serví una buena cantidad de ron y después lo disolví con un poco de gaseosa. La imagen de mis padres pasó fugazmente frente a mis ojos, recordándome que no era normal tomar trago un lunes por la mañana. La deseché de un manotazo y, después de sonreír sardónicamente, apuré el trago de un sorbo.

Pasó el tiempo, y estaba terminando con el segundo vaso, cuando, al levantar la vista, me di cuenta con cierto estupor que Heitter, seguido por Andrés y Miguel, entraba al bar. Al principio, creí que era un espejismo. Era imposible que Andrés estuviera repuesto. Y sin embargo, ahí estaba. Muy firme, mirándome directamente a los ojos y sonriendo pícaramente. Lo aterrador era que nos reunimos en ese lugar, sin siquiera ponernos de acuerdo. No hablamos ni una sola palabra, desde que abandonamos el consultorio del viejo. Parecía como si alguien nos guiara hasta ahí. Faltaba JJ, pero por extraño que parezca, estaba más que seguro que de un momento a otro lo vería traspasar esa puerta, con su caminado de militar recién retirado y un poco encorvado; mirando con ojos un poco asustados e inocentes al mismo tiempo, quién se encontraba en el lugar. Heitter no me veía aun. Andrés se dirigió a la mesa con paso firme, demasiado firme para alguien con el estómago abierto recientemente. Miguel lo siguió y, desde lejos, me saludó con un movimiento de cabeza. Heitter se dio cuenta de que alguien estaba al fondo del bar y, después de entrecerrar sus ojos miopes, por fin me reconoció. Una sonrisa incrédula y temerosa cruzó por sus labios. Quedó clavado en el piso, asaltado por un temor, por un presentimiento funesto. Luego de un momento de indecisión, miró a la puerta y enseguida a Miguel y Andrés, quienes ya se sentaban a la mesa. De nuevo a la puerta y a continuación, soltó un suspiro de resignación. Con paso vacilante, también se acercó a la mesa.

Hasta el momento, ninguno pronunció palabra. Ni un saludo, ni una bienvenida, ni una lágrima, ni un alarido. Sólo una inclinación de cabeza, indicando que nos reconocíamos. Era algo descomunalmente horrible y sobrenatural. Nos conocíamos desde muchos años y ahora, parecíamos perfectamente extraños, reunidos por azar alrededor de una misma mesa, para conversar sobre algún negocio grande y sin saber por donde comenzar. Y en verdad, el negocio era grande. Demasiado grande para retenerlo tan sólo con nuestras manos. Pedí al mesero que trajera otros tres vasos y, sin siquiera preguntar, serví a cada uno de mis amigos un trago. En silencio, tomamos. El tiempo transcurría con lentitud, mientras consumíamos la botella de ron. El silencio dominaba la situación. Ya deseché la idea de que JJ llegaría al bar. Pero, estaba muy equivocado. Un momento después de terminar la botella y mirarnos el uno al otro sin saber que decir ni que hacer, JJ llegó. Ahora estábamos completos. En mi fuero supersticioso, pensé que ese ser no aceptaría una negativa con tanta facilidad y por ello nos guió hasta ese lugar. Temblé ante la idea, pero no la expuse a mis compañeros. JJ se sentó y, como conectado por telepatía, por un ritual más antiguo que la aurora de los tiempos, también nos saludó con una inclinación de cabeza. Sin embargo, al estar los cinco reunidos, la tensión comenzó a disminuir paulatinamente y fue JJ el primero en hablar:

— Yo pensé que todavía se encontraba en reposo. — Dijo, dirigiéndose a Andrés. El otro se encogió de hombros y soltó una sonora carcajada que descargó del todo el ambiente.

— Es un cuento muy largo. — Nos miró casi con culpa y entonces se dio cuenta de lo que yo ya sabía. Teníamos todo el tiempo del mundo. — Me imagino que ustedes se preguntarán, ¿cómo demonios llegué a la sesión? Esta parte no la sé. Ni siquiera me pregunten, pues no sabría como explicarles. Simplemente ocurrió. Me encontraba en la cama, acostado y pensando en todo menos en esto, y de pronto me encontraba ahí. Todo lo que pasó y lo que nos contó eso, lo escuché y analicé perfectamente. — Nuestras caras adquirieron una expresión sombría, nadie estaba dispuesto tocar ese tema. El alcohol no había hecho aun el efecto esperado. — Lo chistoso fue cuando llegué a mi cuerpo. Si ustedes vieran la mano de enfermeras y médicos, dando brincos alrededor. No tengo ni la menor idea de lo que pasó, mientras estuve… Llamémoslo, fuera. Supongo que al ver que no respondía, pensaron que entré en coma o algo parecido. Si vieran su cara, cuando me levanté de la cama como si nada. Y miren... — Levantó las faldas de su camisa hasta el pecho, para dejar al descubierto una fea cicatriz. Por ahí penetró el cuchillo y, aunque los puntos de sutura se veían claramente y todavía no habían sido quitados, la herida en sí, presentaba el aspecto de una antigüedad de por lo menos dos meses. Nos quedamos boquiabiertos. Heitter hasta intentó tocarla, pero en un último momento retiró la mano, avergonzado. — Después de eso, hubo una revolución en la clínica. — Andrés bajó las faldas de la camisa y tomó el vaso de ron en sus manos. — Los médicos no querían dejarme ir. Hasta ofrecieron a mis padres gratis el resto de la hospitalización, con tal de descubrir como fue que ocurrió la milagrosa curación. Pero yo no quería ser ningún conejillo de indias, y se lo dije a mi papa de una vez, y él puso las cosas en su puesto con uno o dos madrazos. — Rió. Y su risa era sana y despreocupada y nos contagió. Imaginamos la consternación de los pobres médicos al presenciar semejante curación, que seguramente calificaron de milagrosa. — Y ahora estoy tomando aquí, con ustedes, cuando debería estar pudriéndome tranquilamente en una habitación de hospital, matado el tiempo con una revista.

— Espero que no sea porno. — Intervino Miguel, con un tono cargado de intención y todos soltamos una carcajada que estremeció el lugar y dos o tres clientes, que llegaron hace poco, lanzaron un par de miradas entre asustadas y sufridas.

— Todo esto es extraño. — Heitter se dispuso a echar un baldado de agua fría sobre nuestro estado de ánimo. En parte, tenía razón. Existía un problema y la razón de nuestro encuentro era solucionarlo. Sin embargo, su afán de llegar al fondo del asunto nos molestaba. Presentía que él ya tomó una decisión y su presencia en el bar era para convencernos. — Puede ser que soy muy bruto, pero no entiendo cómo demonios ocurrió lo que ocurrió. Y eso me da miedo.

— Deje de echar carreta y hable claro. — A Miguel nunca le agradaban los balbuceos de Heitter. Siempre que él hablaba de este modo, era porque necesitaba plata o porque algo no muy agradable pasaba o pasó y él necesitaba nuestra ayuda.

— ¿Qué carreta? Si usted mismo no tiene ni idea de lo que está pasando. Acuérdese que casi le casca al pobre viejo, la última vez.

Se miraron detenidamente. Miguel le llevaba a Heitter un poco menos de medio cuerpo y, si una pelea ocurriera, el resultado era previsible. Como siempre, JJ el apaciguador calmó los ánimos, cambiando con rapidez el tema de la conversación.

— Se acabó el trago. — Me miró y guiñó un ojo. — ¿Qué dicen si pedimos guaro?[1]

Aplaudimos la idea y pedimos una garrafa. El mesero nos lanzó una de esas miradas sufridas, generalmente reservadas para los borrachos sin remedio. Pero, sin decir nada, nos trajo el pedido. Depositó la botella en el centro de la mesa y, luego de retirar los restos de la botella de ron, trajo copas de aguardiente y un plato con rodajas de limón. Mientras transcurría la operación, guardamos silencio.

— Quiero decir una cosa. — Se animó Andrés, después de retirarse el mesero, y hacer un brindis por la salud de todos. — Creo saber porqué nos encontramos hoy aquí, de esta manera tan extraña. — Nos inclinábamos sobre la mesa, a medida de que la voz de Andrés bajaba de tono, sin intención. Parecíamos un grupo de conspiradores, tramando Dios sabe qué cosa, contra quién sabe quién. — Pero no me asusta. Cuando me metieron la puñalada, comprendí una cosa: la vida es muy importante para perderla así como así. He cavilado mucho sobre esto, mientras estaba tirado en la cama de la clínica...

— Con la revista porno. — Intervino de nuevo Miguel, pero en esta ocasión a nadie le hizo gracia el chiste. Se calló de inmediato, avergonzado.

— Uno se tiene que morir tarde o temprano. — Continuó implacable. — Y personalmente, prefiero morir realizando algo bueno, que morir sin hacer nada. Creo que no tengo que explicarles a qué me refiero. — Nos miró uno a uno. Ese no era el Andrés que  conocía. Había cambiado de manera radical. Ahora entendía a lo que se refería la gente, cuando decía que uno cambiaba única y exclusivamente cuando algo grave ocurría en su vida. — Por eso quiero decir que mi decisión está tomada y es irrevocable. En este momento no importa lo que ustedes crean. Y quiero que me entiendan, muchachos. Voy a ir y es una decisión que debe tomar cada uno de nosotros, independiente de lo que piensen los demás.

Nadie respondió.

Nadie dijo nada.

Comprendíamos que en esta ocasión, cada uno definía su futuro. Este era el punto en donde el camino de dividía en un sinfín de senderos y teníamos que tomar la resolución de que vía llevaríamos por el resto de la vida. Después de escoger, no habría atajos ni desviaciones. Por lo menos no con la importancia de ahora. Todos, a excepción de Heitter, estábamos pensando en ello. Él, en cambio, teniendo su juicio preformado y con el temor de perder al grupo que conocía hasta ahora, hacía una mueca de negación desde su puesto. Miguel miró a Heitter y creo que por la sola fricción que se presentó entre ellos dos, también tomó su decisión:

— Iré. — Nos miró uno a uno y por primera vez no intentó convencer a los demás a que lo siguieran. — Andrés tiene razón, cada uno de nosotros debe tomar esta decisión por su propia cuenta.

Un buen rato transcurrió en silencio. El siempre callado JJ estaba absorto en llenar la copa de aguardiente, llevarla a los labios, vaciarla y repetir todo el proceso de nuevo, sin descanso. A ese ritmo, se emborrachó más rápido que los demás. Andrés, después de exponer su decisión y ponernos en movimiento, se encontraba medio recostado en la silla, en una posición incomodísima, mirando el techo y fumando un cigarrillo tras otro. Miguel, había cerrado los ojos. Era el más ensimismado. No sabía en qué estaba pensando, aunque en realidad lo sospechaba. Heitter balbuceaba algo acerca de que no debíamos tomar semejante decisión, pero nadie le hacía caso. Y por lo que a mí respecta, una pelea se desarrollaba en mi interior.

El tiempo transcurrió. Estábamos acabando la garrafa de aguardiente y nos encontrábamos más o menos borrachos. La tarde no demoró en caer sobre la ciudad y el sol comenzó a ocultarse lentamente detrás de las montañas que rodeaban la capital. Las sombras se proyectaban largas y, en este momento, tenebrosas. A lo lejos, se escuchaban algunas sirenas y bocinazos. El apocalíptico retorno a las casas, después de un día de trabajo, había comenzado. A Dios gracias, el bar se encontraba bastante alejado de cualquier avenida principal.

Pero debía concentrarme. Tenía que tomar una decisión en ese momento y no podía permitir que mi mente divagara. Sin embargo, tenía miedo. Tenía mucho miedo y definía a qué se debía. ¿Me acobardaba ante la idea de ser muerto? Luego de escuchar todo lo que respecta a la muerte, no. No tenía miedo a la muerte. Sabía lo que ocurriría después. Y de repente, una luz reveladora me iluminó el cerebro. LA RESPONSABILIDAD. Ese era mi temor principal. El tener que responder por la existencia de miles o quizá millones de seres. Ese era el temor principal. Por eso la indecisión. Vacié la copa de un manotazo y me levanté para ir al baño. No tenía ganas de orinar. Pero lo que tenía que hacer, no permitiría que mis compañeros vieran. Después de encerrarme en el cubículo, me senté sobre la taza y... lloré. Lloré como nunca lo había hecho. Lloré impotente, pidiendo alguna iluminación, alguna aclaración, un milagro. ¡Algo, por Dios! Pero nada ocurrió. Me sentía tan impotente. Aterrado. Y, a pesar de eso, tomé una resolución.

Al mesero por fin se le ocurrió encender la radio y la música distensionó un poco el ambiente en nuestra mesa. JJ y Heitter estaban completamente borrachos. Los demás, a poco de lograrlo. De repente, sin que nadie dijera nada, JJ se levantó y dijo como si nada:

— También iré.

Heitter, desde su lugar, con la cabeza apoyada sobre sus pequeñas manos, se acotó a la decisión de JJ, con un apenas audible:

— Yo también, que carajo. La suerte está echada.

Tan sólo faltaba yo. Y, con un movimiento de cabeza, sellé el círculo. Miguel, con un extraño brillo en los ojos, sacó su navaja y, después de dirigirnos una mirada que no representaba absolutamente nada sano, comenzó a tallar sus iniciales en la mesa. La madera, reblandecida por la cantidad de líquido absorbido a través del tiempo, cedía fácilmente ante el acero. Después de terminar, pasó la improvisada pluma a Andrés, después a Heitter y JJ. A mí me correspondió el extraño honor de poner fin a aquella ceremonia. Y, al terminar de trazar la última línea, sentí que un aire electrizante nos envolvía. Algo extraño y tan fuerte que no podíamos luchar. Simplemente nos dejamos llevar. En seguida JJ, arrancando la navaja de mis manos, quiso sellar el pacto con sangre, pero lo impedimos. Ya realizamos más de lo suficiente. No teníamos necesidad de sangre.

Por lo menos, no por ahora.



[1] Guaro: Aguardiente. N. del A.

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