I

Estábamos sentados en un sofá gigantesco, ubicado estratégicamente frente al escritorio del psicólogo. Andrés suponía que él sólo era una persona versada en hipnotización y que veníamos a experimentar. Sin embargo, comenzó a sospechar cuando Heitter entró solo. Le explicamos que eran amigos y que quería verificar que nadie estaba con el doctor,en ese momento. Al cabo de un rato, Heitter se asomó por la puerta, y nos invitó a pasar.

Mi primera impresión fue encontrarme en un museo. La diversidad de cuadros y estatuas que adornaban el consultorio, merecían formar parte de un museo, en la categoría de guerras fantásticas. Dibujos de armas inimaginables e indescriptibles adornaban la parte derecha; la izquierda se perdía bajo la cantidad de cuadros y frescos, representando batallas épicas y otras fantásticas de la época medieval. Al frente, bustos de personajes de la historia medieval y esculturas, que por primera vez veía, se alzaban orgullosos entre los milenios de su estructura. Al mirar atrás, la pared estaba cubierta de máscaras de guerra que aterrorizaban y otras que, al contrario, divertían. No sé si es el consultorio de un psicólogo o un loco, fue lo primero que pensé al ver esos adornos.

— Y bien, caballeros, ¿en qué les puedo servir?

— Bueno, nos dijeron que usted hipnotizaba a las personas... — Masculló Andrés.

— Sí, es cierto. Es una de mis especialidades.

— Es que nosotros queremos probar qué es eso. — Miguel parecía más seguro y como siempre tomó la delantera. — Queremos que nos hipnotice.

— No es tan sencillo. — Dijo el psicólogo, divertido. — Ustedes vienen aquí para que los hipnotice ya mismo. Pero ¿para qué? ¿Se han hecho esa pregunta? La hipnosis es una ciencia. No es que sólo con mirarlos a los ojos y dar una pequeña orden, ustedes caerán bajo mi poder. No. Se necesita un período de preparación mental para semejante paso. Supongo que ustedes creían que bastaba una visita para conocer lo que es la hipnosis y ser hipnotizados. ¿No es así? — Nos miró inquisitivamente por encima de sus grandes anteojos.

— Sí. — Respondió en un suspiro Andrés.

— Está bien, mucha gente culta incurre en ese error. Sin embargo, si ustedes en serio quieren ser hipnotizados, ¿están dispuestos a realizar todos los procesos que implica la preparación? ¿Están dispuestos a seguir todas las órdenes al pie de la letra y no faltar una sola cita, ni pasar por alto alguna instrucción?

Nos miramos por largo rato. No imaginábamos que algo tan relativamente sencillo se convirtiera en algo tan complicado. La idea del mago que te mira a los ojos y, moviendo un péndulo, te ordena que te duermas, pasó de un momento a otro al plano posterior. Ahora nos encontrábamos con la realidad cruda de los hechos y en verdad nos preguntábamos ¿somos capaces de realizar todo eso? El psicólogo nos miraba con curiosidad. Comprendía que sus preguntas no se perdieron en nuestras mentes, sino al contrario sembraron las semillas de las dudas que tendrían que crecer para dar los frutos de las respuestas.

— Lo primero que ustedes deben responder, pero no a mí, a ustedes mismos: ¿por qué quiero que me hipnoticen? ¿Para qué? ¿Qué quiero hacer o dejar de hacer? ¿Qué quiero conocer?

Nosotros ya ni siquiera nos mirábamos. Estábamos ensimismados, tratando de analizarnos. Las palabras del viejo nos llegaron muy hondo. Por primera vez en la vida, analizábamos porqué queríamos hacer algo. Y, al pensar en ello, descubrimos con horror que la mayoría de las decisiones, realmente importantes en la vida, las tomamos sin siquiera considerarlas. Estudiamos porque hay que estudiar. Y ¿por qué estudiamos esta carrera y no otra? Porqué me presente a varias universidades para distintas carreras, pero sólo en esta me aceptaron. Porqué mis padres también eran médicos o estoy influenciado por el hecho de que a ellos les agradaría que también nosotros lo fuésemos. Estaba sorprendido. Unas pocas preguntas nos hacían descubrir lo insignificante de las decisiones — si es que se les puede llamar así — que habíamos tomado en algún tiempo.

— Yo sé porqué. — Fui el primero en reaccionar del estupor que nos envolvía a los cinco. — Creo en la reencarnación. Sé que por medio de la hipnosis puedo conocer mis vidas pasadas y comprobar para mí mismo que sí existe la reencarnación.

— Entonces, tú no crees en ella. — El psicólogo meneó la cabeza. — Si en verdad creyeras, no necesitarías de la hipnosis para reforzar tu fe.

— Creo que todos nosotros estamos por el mismo motivo. — Miguel se levantó y dio un paso adelante. Su rostro estaba convertido en cera debido a la palidez, pero su voz era tranquila. Es más, parecía excitado. — Todos queremos conocer si existe la reencarnación. — Nos miró y al ver que movíamos afirmativamente la cabeza, continuó. — Queremos saber si nosotros vivimos anteriormente. Es simple curiosidad.

— Conque curiosidad. Hm. — El psicólogo volvió a mover la cabeza negativamente, mientras nos miraba atentamente. — Recuerden el viejo proverbio: “la curiosidad mató al gato”...

— Pero también creó al genio. — Heitter se levantó y también dio un paso adelante, situándose al lado de Miguel.

— Ustedes no conocen los riesgos de una hipnosis. Pueden quedar atrapados.

— Sin embargo eso no detuvo a todos los que usted ha hipnotizado. — Esta vez fue el turno de Andrés. JJ lo siguió en silencio.

— También existe un lado desconocido por la humanidad que tan sólo sospecha que existe. Los que llaman Maestros. Ellos pueden influenciar en ustedes.

— Creo que la decisión está tomada. — Dije yo alineándome con mis compañeros.

El psicólogo nos miró con sorpresa. Parecía recién percatado de que estábamos de pie. Formados en una línea frente a él. Dábamos la impresión de desafiarlo y creo que esa fue la intención principal. A nuestra edad, cualquier cosa la tomábamos como desafío, una prueba. De pronto para demostrar a los demás o a nosotros mismos que sí podíamos alcanzar la meta, de pronto por la sola oportunidad de revelarnos ante los mayores y las reglas y leyes que nos regían. El viejo también parecía tomar una decisión. Se le veía pensativo. De vez en cuando se rascaba la parte posterior de la cabeza y movía sus anteojos, que resbalaban constantemente a lo largo de su nariz.

— De acuerdo. — Él también se levantó y caminó hasta un pequeño aparador que se encontraba a la izquierda del escritorio. — Voy a entregarles unas cintas para que las escuchen y sigan al pie de la letra las instrucciones. — Decía, mientras trataba de encontrar entre un manojo de llaves la correcta para el aparador. — Es para que aprendan a relajarse. El primer paso importante para una regresión. Porque de ahora en adelante no vamos a hablar de hipnosis. No quiero volver a escuchar esa palabra de ustedes. — Por fin encontró la llave correcta y abrió la puerta. Después de hurgar un poco, sacó a relucir cintas cubiertas de polvo. Por un momento dudé que todavía funcionaran. Su estado era deplorable.

— Un momento. — Miguel parecía extrañado por alguna razón. — ¿Por qué necesitamos las cintas? Usted utilizaba la... — se detuvo bruscamente buscando la palabra, —...regresión con Heitter, sin necesidad de que las escuchara. Él nos comentó ese detalle.

— Ahí es donde te equivocas, jovencito. Con tu amigo yo utilicé la hipnosis. Con ustedes, utilizaré la regresión. La regresión es un estado avanzado de hipnosis. — Comenzó a explicar, al observar nuestras perplejas expresiones. — Es más, con tu amigo yo utilicé la autosugestión, utilizando como base la hipnosis. La regresión también utiliza la hipnosis, pero la lleva a un estado más avanzado. He ahí la diferencia.

Nosotros no comprendimos ni una sola palabra de lo que nos dijo, pero asumimos la expresión de inteligentes, dándole a entender que todo estaba bien. Las explicaciones no nos importaban. Mientras más rápido comenzaba el proceso, mejor. El tener que escuchar unas estúpidas cintas para poder comenzar el proceso, me sacaba de casillas. Pero si era necesario, lo haría.

— Bueno. — Dijo JJ, quien hasta ahora no pronunció palabra. Al parecer, su cerebro por fin llegó a una idea. — Antes de seguir, quiero saber una cosa: ¿cuánto costará toda esta diversión? A mis amigos parece no importarles, pero a mi sí.

— Absolutamente nada.

— ¡¿Cómo?! — Exclamó Andrés en voz alta. Recibir algo gratis significaba algo oculto. Podíamos ser jóvenes, pero no éramos estúpidos. — Entonces, ¿qué quiere a cambio?

El psicólogo nos miró con regocijo. Al parecer, consiguió por fin la reacción que buscaba.

— Lo sabrán más adelante... — Se dio la vuelta y se acomodó de nuevo sus gafas. — Más adelante. — Repitió.

No respondimos. Demasiado entusiasmados nos encontrábamos. Le dimos las gracias al viejo y, tomando las cintas, nos despedimos.

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